Podría pensarse que los crueles dioses del Olimpo, furiosos de envidia ante tanta humana felicidad, tramaron en las alturas hasta malograr en el vientre de la Miss la fecunda semilla que en ella vertiera el homérico Paquirrín. Deriva así en aparente tragedia lo que había sido hasta ese momento la más fabulosa historia de Amor puro y duro que jamás se viera. Es seguro que el Dante, Petrarca, Ariosto, Leopardi, qué se yo, la legión de los anónimos trovadores provenzales que tanto le cantaron al misterioso elixir d´amore, los delicados poetas románticos ingleses y alemanes del Diecinueve, las novelistas yanquis a quienes el “negro” de Ana Rosa Quintana plagia para que gane ellas el Ondas, la cohorte de blogueros ciberenfermos de poesía también, allá donde se encuentren todos ellos, habrían hasta entonces derramado incontables lágrimas de felicidad por ver, en estos tiempos de la Mugre, al Amor tan Triunfante.
Ah, esa noble convulsión de dos corazones a ciegas que de súbito se descubren latiendo al compás por encima de conveniencias y de apariencias. Que no desean ya, por desiguales de hechuras que nos parezcan, separarse nunca más. Que mucho se aman. Y no se sabe bien a quien más encumbrar en el tierno idilio que entre ambos, como rosa en medio del témpano, brotó. Pues, si en las bruces con la Miss dejara mudo Paquirrín al inolvidable Cyrano, de poder éste desde alguna esquina contemplarlo, claro, como romántica heroína no le anduvo ella a la zaga, inolvidable y emeritísima ya, y más que la misma Julieta de Shakespeare, cuando, en la plena peste de estos tiempos malhadados, por Amor prefirió ella embrazarse y hasta embarazarse con tan contrahecho galán, teniendo también a mano todo un bombón Feliciano. “Fue un amor a primera vista”, con temblor en la voz confesó entonces la espectacular Miss de Sevilla, prendadita de su no muy vistoso pretendiente.
Sólo lo que Amor tiene de mágico filtro, que todo lo del Amado hasta lo indecible embellece y exalta, mejorándole en el trago la visión al amante enamorado, pues ve ahora por dentro él la verdad de esa Persona, mucho más allá del fugaz envoltorio que la oculta, sólo Amor, digo, puede arrojar a dama con tan escándalo de belleza en las corporales proporciones entre los brazos de tan oblongo y descabalado chalán. Más: el amoroso bebedizo destila en la historia de Jessica y Paquirrín la más exacerbada pureza, si consideramos que hallábase la Miss en trance de elegir también los achuchones de un superapolineo deportista, uno de esos Adonis tableteados que figura en la lista de los varones más desvergonzadamente deseados por la nación entera. Amor derrotó a Pulsión. Paquirrín desbancó a Feliciano, God save the Queen.
Y cómo entonces, cuando el alma y el favor de la Miss volcáronse enteros sobre el cántaro abombado de Paquirrín, las mieles todas de una Miss sobre esas trazas de picador de toros en eterno y jocoso paseillo, de orondo estibador de parranda, cuánto entonces, digo, todos los feúchos y feúchas del mundo por reflejo hubieron de sentir con ese increíble romance en algo aliviado su infortunio, negrísimo y crucial revés en estos tiempos despiadados, en los que mandan sólo las contingentes formas. Todos somos Paquirrín. Jessica Bueno se llama la buena moza, y de Justicia es no olvidar ya su entero nombre, que si es el propio cosa de la infausta moda, a fé que le hace honor el apellido a su querencia enamorada, el eterno sentir que palpita en los más elevados momentos de la Humanidad. Cuánto anhelaríamos por eso qué la prima materia sobre la que la historia de Feliciano, Paquirrín y la sevillana Miss se asienta, fuera la verdad y nada más que la verdad. Quedaría entonces mejor hecho el mundo.