Claro que, existen también riesgos imprevisibles en mirar demasiado a alguien. La primera vez que miré yo el video de Ana Oramas, la diputada canaria que tanto adoró a Zapatero, sentí por ella, y por motivos, lector, que no es preciso a ti explicarte, una ácida animadversión. Mas, como hube de verme el video varias veces –luego dicen que el bloggerismo es caro-, al examinar decenas de fotos suyas, al escuchar una y otra vez la melodía deliciosa de su trino, las claridades de sus ojitos chiribiteros, la donosura de sus cabellos como mechados en miel, la proporción delicada que guardan en el rostro sus rasgos, en fin, su perfil en algo bacalliano, poco a poco noté crecer dentro de mí el alien de un sentimiento encontrado y ambivalente que al final terminé por a mí mismo decantarme: tío, te has colgado con la Oramas, con Ana de aquí en adelante. Te has prendado de ella. Desde luego, eres más tonto que Picio.
Y sin embargo, estas pasiones a contrapronóstico, que te salen al acecho sin buscarlas, son quizás por imprevistas las que más agitan los corazones. No sé: la vida es tan rara, lector, y el Internete - la virtualidad fantasmal en que consiste-, ya ni te cuento. Prueba indubitable que no me dejará por fantasmón embustero –como de Zapatero sus debeladores decimos- de lo que aquí confieso, es el propio mío post sobre Ana y su zetapeica adoración: empezaba yo el mismo con muy severo ceño censor fijo sobre la Oramas, para acabar el mismo literalmente rendidito y hasta besando –para mi propio ridículo- los invisibles pies de Ana. No dejaba de resultar todo una ironía, que de no ser de cariz internética, hubiera resultado en la realidad sangrante: había querido yo hacer mordaz escarnio de la diputada embelesada, extasiadita ante su Hombre derrotado, para acabar uno mismo hechizado y embobadito ante la diputada y el mistérico aire que la envuelve. Joooer, por qué será uno así.
La obsesión por Ana subió de grado un punto cuando, para mi alarma, alcanzó la misma también los dominios del inconsciente. Vamos, que la noche en que puse en il mío blog ese post, soñé con Ana. El primer sorprendido, incluso en el propio sueño, era yo. Es que encima tratábase de un sueño… subidito de tono, claro. Pero, por otro lado, -por el lado oscuro ha de ser- conforme vas soñando, como sucede en la vida misma, por las buenas o por las malas te acabas adaptando, y al cabo, con las cartas que te han tocado, te aprestas como decía el otro… ¡a jugar! A jugar, yes, sobre todo este jueguecito. Eso sí, como si el mismo sueño quisiera por su cuenta hacer parodia de mi boba ilusión, no era un sueño en nada original, sino calcado de una película romántica basada en presencias incorpóreas de la persona amada, recientemente fallecida, alrededor de la protagonista.
Y sí, soñé que era yo una presencia invisible alrededor de Ana mientras ella disertaba y disertaba, quiero decir, mientras derramaba ella sus musicales prédicas desde la tribuna de oradores. Y arrancaba el sueño, claro, besando apenas yo, y con suavidad de plumón nórdico en los míos labios, sus pies. Ana apenas lo notó, aunque mínimamente alzara la planta del izquierdo en involuntario reconocimiento. Sin que ni Bono, tan atento a las joyas él, se diera cuenta, la descalcé luego yo de sus zapatos de hebilla, para que pudiera Ana hablarle al hemiciclo más cómoda. Ana lo notó, por supuesto, y miró un instante hacia abajo sin comprender lo que pasaba, sin poder verme, pero como estaba ella en el pleno uso de la palabra y nadie decía nada, siguió a lo suyo, mucho más confortada ahora, donde va a parar.
Hum, los pies desnudos de Ana sobre la alfombra del Congreso, qué blancos y delicados eran, como conejitos de porcelana. No pude resistir la tentación de pasar despacio un dedo sobre la superficie entera de uno de aquellos pies. Tenía Ana los talones un poco resecos y se me ocurrió… untarlos bien de mi propia saliva. Oxigenarlos así. Ella dio un discreto respingo entonces, mas no podía interrumpir su discurso, pues nada ni nadie en apariencia la incomodaba.
Sí, Ana, me sumergí entonces bajo el tiro de tu amplia falda estampada, que parecía desde allí abajo una bóveda translúcida, una tulipa de tafetán que envolviera en tonos ocres una íntima luz tuya. Contemplé desde allí las firmes columnas de tus muslos morenos y ese precioso retablo interior tuyo, y el mismo dedo mío de antes fui muy lento haciéndotelo resbalar por el empeine y alrededor de los tobillos, ascendiendo por la duna vertical de tus gemelos, tan suavitos, hasta alcanzarte el envés de la rodilla, la corva, ese oasis tan sensible sobre el que hice oscilar un poco en zig-zag el dedo, como un bañista haciéndose el muerto. Creo que fue ahí cuando un poco se te quebró de más dulzura aún la voz, y pronunciaste desde el estrado aquello de “y que los demás no se rían”, que quizás nadie entendiera del todo. Nadie excepto yo, que era entonces el admirador invisible tuyo viviendo bajo el vuelo de tu falda.
Y se vivía muy bien allí, a la vista de esos valles nemorosos, de aquellas suaves lomas y hondonadas, de aquellas anfractuosidades sólo adivinadas pero tan próximas a mis gafotas, y bajo el silbo en sordina de tu voz acariciadora, poblada de unos ecos canoros tan sinfónicos que creaban ellos solos una burbuja propia del mismo Paraíso. Es que además tu piel tostada, Ana, desprendía un aroma penetrante a sal y a yodo, como si una criatura recién arrancada desde las profundidades del mar, o desde una ciudad submarina de la Atlántida que tú regentaras, a la misma tribuna de los oradores del Parlamento hubiera sido de pronto proyectada, y nada, que apetecía mucho pasarle la lengua a tus piernas y comprobar así que eras de verdad, que no eras un fantasma de mi quimérica imaginación ciberesférica.
Naturalmente, no lo hice. Hubiera podido armarse allí la marimorena entonces, y no era eso, no era eso. Era sólo amor, recuerda, Ana, no sexo. Así es que me conformé con seguir elevando con morosidad zen (de zenutrio embobao, quiero decir) la yema de mi índice en sucesivos círculos sobre tus muslos, de abajo arriba, una y otra vez, cara interna, cara externa, una y otra vez lentísimo mi dedo sobre tu piel atlántica, escribiéndote con la punta del índice muy suave mi nombre allí, jo-se-an-to-nio, punto sobre la i y todo, para que no me olvidaras, Ana, como si fuera yo un perista tronao, pero sin adentrarme nunca por manglares comprometedores, que acaso hubieran llevado la parlamentaria sesión por derroteros en verdad impropios. Y, a pesar de no ser uno muy experto acariciador, -no, no era yo el malogrado Patrick Swayze ni de lejos- si pude deleitarme, tan cerca de ti como me hallaba, Ana, en contemplar cómo en puntas se te soliviantaban todos las franjas de la piel tuya que podía yo divisar, y en escuchar el hondo latido de tu cuerpo que otra instancia de tu cerebro embridaba, y el propio titubeo en marejada de tu interior respiración, como cuando buceamos en el mar.
Bueno, eso ya era más de cuanto podía yo soñar, así es que, como continuaba siendo invisible presencia, quise disfrutarme entonces en ver cómo vivías por fuera y en las alturas las réplicas de ese íntimo temblor. Ah, qué guapa estabas, Ana, si hubieras podido entonces verte, cómo ese reprimido sofoco sazonaba y daba color de verdadera vida a tus mejillas, cómo incendiaba tus pómulos y alisaba las lineas maestras de tu frente, cómo se te disparaban tracas de pólvora por entre los ojos, cómo se te enrubiaba más y más el pelo. Pero como hablabas y hablabas sin parar, que casi era que allí canturreabas, de lo melodioso que discurría tu acento, esa agua tan dulce, como nadie, salvo el muá, podía allí encimar el rubor de tu piel, nada trascendía, y ese secreto que sólo tú –cierto que sumida en una tremenda confusión que no podías mostrar- y yo –en pleno disfrute aprovechado de la verdad del cacao maravillao- compartíamos, era, sin duda, de todo lo mejor.
Incluso una gota de sudor empezó a cuajársete por entre las sienes, presta a resbalar sobre el desfiladero de tu mentón. Mas, apiadado un poco de ti, ahogando así un poco de paso la mala conciencia que, aún siendo yo sólo un espíritu, también me tironeaba, soplé alrededor tuyo para disolverlo, soplé todo alrededor de tu pelo y de tu cuello, y de tu pecho, procurándote así, lo sé, lo noté, tan cerca de tí como estaba, el impagable alivio a tu acaloramiento. Como el espíritu de la peli esa, giré y giré en torno tuyo en las más inverosímiles posturas –beneficios intangibles del espíritu-, contemplándote tan de cerca, desde tantos ángulos y tantas veces, como nunca pude imaginar. Hum, qué gustazo tenerte a un palmo, poner mi oido al lado de tu boca mientras hablabas, y colocar luego mis labios incorpóreos al lado de tu oido, dejar ahí un suspiro, qué bien olía, a natural sudor de mujer intrigada, tu piel atezada, y que increíble que, aunque algo extraño notaras, nada quisieras con todo oponer.
Fue justo entonces cuando, quizás abducida por toda aquella desconcertante y súbita experiencia, con la voz del todo doblegada por la turbación, dijiste al Presidente, y rápidamente creció en revuelo entre los escaños el abejorro de los murmullos, aquello de “pero la vida que le viene… tiene un montón de momentos, y agárrelos fuertemente, y lo va a disfrutar y se lo merece, se lo merece a nivel humano y a nivel personal…” , y no sé el Presidente, que se quedó un poco nota el pobre al escucharte, pero yo sí que lo entendí todo, pues era, sin tú poder saberlo, Ana, de ti y de mí de quien hablabas, eran la relevante diputada nacional y el insignificante bloguero que esto escribe a quien te estabas refiriendo, porque así lo había querido el soberano capricho de un sueño, y más allá del mismo, el fantasmagórico proceso que desencadena la cosa ésta del Internete y tal, que sólo me quedaba ya, antes de despertar, besarte una vez más tus delicados piececitos, Ana Oramas.