Hondos arcanos del Internete,
que encierran el mismo insondable misterio
de las estrellas, pues la Ciberesfera
así de mágica a veces es: el pasado martes
22, ve tú a saber pur qué, de ser cierta la información que a los blogueros
globeros nos proporciona Blogger, una
inusual muchedumbre desbordó de golpe la estancia de este blog, quiero creer
que para leer con apasionado interés este post mío del 17-1-2011, hasta el
punto de obtener ese día el muá uno de los mejores registros de visitas en estos
casi cuatro años ya de dale-que-te-pego al blog.
Lo comparto contigo lector, primero, por presumir de los tesoros que el fondo de este blog oculta, en parte también por tenerte al corriente de
su trasfondo, y en parte por pura superstición de escritor fracasati que a
todo se agarra, sí, y si como se dice,
dinero llama a dinero, por qué no lectores habrían de llamar a lectores, y yaque… por qué no habrían de llamar éstos a
fervientes solicitadores del mío pobre libro. Quimeras de anónimo escritor,
dirás, no sin razón. Redunda además mi texto en un lance autobiográfico muy
querido para mí, que también a uno mismo, Proust
venido a ná, complace mucho el recrearlo. Va:
Querida Lydia:
Es
seguro que para nada te acordarás de mí y que menos aún que nada te dirá mi
nombre. “Jo-se-An-to-nio-del-po-zo, y éste quién cuyóns es”. Es
lógico. Si pasamos aquella vez más de un año entre cuatro paredes juntos
-aunque no revueltos, aclarémoslo de inmediato, no vaya esto por estratosférica
carambola a caer en manos de la Gemio y te la líe ella parda-
y ni siquiera entonces advertiste mi penosa presencia, cómo habrías
ahora, encaramada a la espiral de tu enorme éxito, ya toda una reina del
periodismo y de la televisión, reparar en un blog inmundo de este inframundo,
por mucho que en las estrellas ciberesféricas pretendamos los bloggeros
residir. Y sin embargo, Lydia, cruzo los dedos porque una
extravagante conjunción de asteroides y demás cuerpos celestes, la más
fantástica que se diera nunca, hiciera posible que esta carta llegara a tus
manos. Leerías entonces esto que ahora mismo estoy escribiéndote: ¿te
acuerdas, Lydia, de aquella encrucijada en la que yo tanto te
ayudé? He pensado que quizás estés ahora tú en condiciones de
devolverme aquel favor. No hay más que verte en la pantalla, siempre
dispuesta a colaborar en las más benéficas causas de los desfavorecidos por la
Fortuna, o sea, para qué irse más lejos, yo mismo con mi triste
mecanismo, Lydia.
Sí, seguro que de sobra habrás ya caído: yo,
mejor dicho, la torva sombra que me constituye, estudié contigo durante los dos
primeros años de la carrera en la Complutense madrileña. La mayoría de los que
entonces eran mis compañeros más cercanos han acabado de funcionarios, y cuando
de Pascuas a Ramos nos juntamos en tabernones rústicos llenos de humo de Legazpi y
por ahí, para ponerle algo de brillo a nuestras rutinarias existencias te
rememoramos todos en muy similares términos: es que Lydia, y
sus amiguitas, es que se veía ya… Lydia era otra cosa, joder.
Tendrías que ver, Lydia, cómo entonces por un momento fulguran esos
mustios semblantes, como si el mismísimo pincel de Velázquez,de
bruces ya en el túnel del tiempo, tuviera que venir quinientos años después a
pintarnos de nuevo, contagiándonos todos un poco vicariamente de tu triunfo.
Chocamos siempre los vasos de cerveza rubia bien altos en tu honor, como en la
polka de la cerveza, aquella del año la polka, claro. Brindo a solas yo ahora
porque sea capaz esta misiva, impropia en extensión para la ley de hierro del
Internet, I know, de atraparte en los efluvios de su seducción, y que no puedas
soltarte de ella hasta el mismo punto final. Me va tanto en ello. Al fin y al
cabo versa la misma sobre todo de ti, de refilón de mí, de soslayo un poco de
los secretos y mentiras de todos, creo.
Y
es que, acaso para la clase entera, desde luego para nosotros lo
eras en aquel año de gracia, en efecto, eras otra cosa, eras… el glamour personificado,
que me parece que entonces ni conocíamos esa palabra. Pero al lado de nuestras
pellizas que debían oler a establo, de nuestra ropa de baratillo y sin gusto,
de los trasquilones de las crenchas infames que gastábamos, venga a fumar
Ducados todos como condenados en algún penal del buen gusto, al lado de todo eso,
tus finos jerseys policromados sobre una piel bronceada hasta en febrero, tus
pantalones fruncidos con los últimos cuadros escoceses, el cascabel de tus
pulseras, el ingenio de tus peinados, el elegante antifaz de tus Rayban,
el aroma british de tus colonias… todo un emblema
de la sofisticación coleando en el aire de una chavala rumbosa y rubicunda que
a aquella partida de pueblerinos dejaba petrificados.
Y lo más: es que eras un glamour en
vendaval. Flameaban el escándalo de tus risas interminables que llenaban ellas
solas el aula, el dinamismo de ajetreo con que ibas y venías, ese taconeo
decidido de botas caras, el tono extravagante de tu voz estruendosa –a veces,
perdóname Lydia, poblada de roncos ecos de cantina- que
a menudo se rompía como una porcelana, no sé, ese crujido y ese cóctel informe
de distinción y vehemencia algo truhana a aquel atajo de paletos nos resultaba
irresistible. Ibas ya como quince años delante de nosotros, que sólo
empollábamos aparatosos manuales uno tras otro entre la niebla de los Ducados
mientras te bastaba a tí tu estilo –éste sí en verdad ducal- para saber con
nitidez abrirte ya entonces tu propio camino. Claro, te contemplábamos
fascinados, pero a distancia, como intimidados por la tempestad de tu empuje. Tenías
mundo y rimmel. Nosotros teníamos pueblo y algunas películas de cine.
No, no te hacían falta los libros, quizás es
que te los machacabas todos por las noches. Aunque debía eso en todo caso ser
muy de noche en la propia noche, porque hasta nuestros sitios, como olas
rompiéndose contra un archipiélago, llegaba el fragor alborotado de tus
risotadas cuando muchos días les contabas ya entonces, a las compañeras que a
tu lado se arremolinaban haciéndote círculo, la última disco que la misma noche
anterior a las tantas habías frecuentado, y a que no sabes quién estaba
allí y con quién está liado… ¡No me digas!, clamaba alguna, y su pasmo y el
estrépito de tu risa eran todo uno. Ya te movías de lujo en la cosa esta de las
agencias del cuore. Recuerdo que tenías un hermano de profesor en la Facul, que
me daría más tarde a mí clase, una auténtica lumbrera que se lo
sabía todo de la Semiótica. Y algo en suma de icono deseado e
imposible a la vez tuviste aquel año para nosotros, que eras nuestra Kim
Novak particular, y podías tú, discúlpame la menudencia, Lydia,
muy a gusto rivalizar con la Novak también en la turbadora
firmeza de tus turgencias, tan pujantes.
Bueno,
pues hubo un día, Lydia, imposible que te acuerdes, claro, -cuántos
años han pasado ya, por favor- hubo un día, digo, en que, como dirían los
antiguos folletones, nuestros destinos más aún se entrecruzaron. Llegabas tarde
al examen de Introducción a la Economía y tu sitio
habitual estaba ya ocupado, así que tuviste que sentarte en cualquier lado. Sí,
aquel melenas borroso y con la cara atiborrada de espinillas que apenas se
movía a tu lado era yo. Dios mío, lo recuerdo ahora y todavía, por encima de
las paletadas inmisericordes de tierra que nos echan encima los años, al punto
me viene aquel anonadante perfume tuyo ese día. Olías a… serían violetas
violentadas, no sé, en mi vida había olido yo algo con ese poderío, que más que
una colonia parecía un imán, de cómo tiraba de uno hacia ti aquel olor
centrifugándote a la vez el cerebro. Ostias, había que rellenar el examen y
estaba yo como un bobo, con los ojos entrecerrados e inclinado hacia ti como la
torre de Pisacon sonámbula intención nada más que de adherirme a
ti, tal era el sortilegio diabólico de aquella fragancia. Recuerdo que paseó
por allí el profesor, el mítico Sánchez-Ramos, su mostacho de morsa
canosa, seguro Lydia que de él si te acuerdas, y mientras a ti
te sonrió, me largó a mí un bufido que al menos me sacó de mi sopor zombie.
Empecé a escribir como loco, loco por recuperar
todo el tiempo perdido en el éxtasis pituitario. No es por nada, Lydia, pero
la curva de Philips y la ley de los rendimientos decrecientes
y la utilidad marginal del último bien consumido, todo aquello me lo sabía yo
de carrerilla. Zas, cuatro folios en un pis-pás. Levanté luego la vista hacia
ti. No llevabas ni medio folio escrito. Me sonreíste pícara y me hiciste una
mueca de película de espías después. Empezaste a arrimar tu silla (con aquellas
odiosas… manoplas, creo que se llamaban esas tablas adosadas a la derecha para
escribir sobre ellas) a la mía. Reconozco que por un momento, trastornado por
aquella soga de violetas esenciales alrededor de mi cuello que sólo hacia ti me
tironeababa, pensé… pero Lydia, leches, si estamos en medio de un examen,
cómo nos lo vamos a montar aquí y ahora, quizás luego, luego. Otra mueca
tuya y ya lo entendí bien. Puse mis folios a tu vista y te dejé copiar todo.
Ahhh, aquel perfume tuyo como un remolino de vértigo justo encima de mis
napias, qué turgencia de curvas, qué utilidades crecientes y anti-económicas me
estaban a mí entonces aguijoneando.
Yo creo que el profe, Sánchez-Ramos,
aunque éramos en el aula más de ochenta, toleró tu copieteo. Te le habías, con
la onda desarmante de tu simpatía, ganado antes, claro. El resultado de todo
aquello, lo que son las cosas ahora que las repienso, tuvo valor anticipatorio
y simbólico de nuestras posteriores trayectorias. A mí, por esas cosas de Kafka
que tiene la Universidad, aquel cabrón me cateó, y a ti, no podrás jamás
decirme a la cara que miento, Lydia, te aprobaría, digo
yo, porque te llevó ese día a casa en el Dodge-Dar que el muy
marxista gastaba por entonces. No me diste, ni entonces ni después, las gracias,
Lydia, pero yo lo entiendo, que andabas siempre liadísima con no se
qué inaplazables inauguraciones de antros de perdición, que eran para ti, ya se
ve, trampolines de salvación. Además, que yo muy bien lo comprendí, y el vernos
alguien a ti y a mí, tan disímiles, charloteando, hubiera sido como contemplar
en vivo una profanación. Tampoco yo habría sabido bien qué decirte, y si
hubieras llevado puesto otra vez aquel perfume, yo que sé, igual se hubiera
abalanzado sobre tu espalda el Cro-magnon que entonces uno un
poco era. O sea que hiciste bien. Además de esa forma es como puedo ahora
cargarme de razón histórica y con justicia pedirte el favor de que al principio
te hablé, el único que de verdad me mueve a escribirte esta larga carta, que
con todo el alma anhelo que como sea te llegue y que hasta aquí te
tenga en vilo.
Así
es que, Lydia, yo me alegro mucho de tu éxito. Los lectores de
mi inmundo blog saben que soy yo fan total del Sálvame, muy principal programa
donde descollas tú sobremanera. Hasta el baile Chuminero que
has puesto tan de moda, que en cualquier otra quedaría indecoroso, -la otra
tarde te ví en la tele bailándolo sobre un cajón en plena calle Preciados,
a ver quien más es capaz de hacer eso delante de la gente y sin avisar- reviste
en ti perfiles de elegancia. Te dejo ya mi son:
Verás, Lydia, tengo yo
escritos más de cincuenta relatos de románticas hechuras casi todos
y vagan los pobres como almas en pena por mi covacha, condenados a
una cruel oscuridad. Como no tengo yo contacto alguno, las editoriales ni se
dignan siquiera a contestarles algo. Soy su autor: sé que no son del todo
pésimos. No quebraría su penuria tanto mi moral si no viera uno publicados a
diario, es decir dados a luz con plena bendición editorial, toneladas de
incalificables engendros que por libros pasan. He pensado que tú, Lydia, si
levantas un teléfono, podrías bautizar los míos, aunque fuera en parroquia de
barrio, y sería así menor mi pena, y las violetas violentadas de la memoria
como violines estradivarius en la misma seguirían sonándome. Sálvame, te
digo yo a tí ahora.
Y nada más, Lydia, que
esto era cuanto quería yo transmitirte. Que te dure de verdad el
éxito y consigas tú también muy pronto un Ondas. Que sobre
todo seas tú feliz. Oye, y un abrazo, de parte de este indocumentado que una
vez estudió a tu vera. Tuyo siempre, José Antonio del Pozo.
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen y análisis de la obra en estos enlaces)
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“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones
del mundo” (Pessoa)