Ya estaba bien, no podía postergarlo más. Tenía sin falta ya que
hacerlo: barrer y fregotear la terraza mía,
abierta ella a los aires libres, y yaque darle mano a los cristalones
del salón y de mi chambre que a la misma dan. Sólo llevaba un año y medio sin
hacerlo, ¿se me habría olvidado esto también? Cuando desde el balancín miraba
yo soñador las nubes sin descorrer el cristal, más que algodonosos cúmulos, por
culpa de una rara película que no quería yo descifrar, me parecían parduzcos y
salpicados acúmulos, no te digo más. Cómo van a salirte así buenas poesías,
melón. Dígase en mi descargo que durante la antigua normalidad apenas paraba el
muá en casa, salvo a dormir. Confinamiento obliga. Ya estaba bien, ya te digo.
Me conjuré. Abrí el ventanal y con detenimiento de perito miré el suelo de la
terraza. Joder, casi parecía aquello el desierto del Teneré. Un polvo espeso
sobre toda esa extensión yo vi, sí vi, aquí y allá arena gruesa, tierra hecha
terrones, hojas secas, hierbajos, cardos, remolinos de pajas y pelusas, un par
de cromos aviejados, una pelotita más negruzca que verde, vilanos y gusarapos
apelmazados, telares de arácnidos por las esquinas, algún raro insecto fiambre,
de escolopendras o algo así… Era tal el abandono polvoriento y reseco allí que
por un instante temí descubrir un alacrán pavoneándose y todo. Extendí la mano
contra el cristal por fuera, y allí que se imprimió su silueta devolviéndome la
palma en negro. El acto reflejo mío fue el de, acongojado, cerrar el ventanal,
claro. Además, a saber cuánto iba a durar todo esto, y total, si aquí no viene
ni el Tato, qué más da, y que polvo eres y tal…
Pero aquello era too much. Reaccioné. Va, tío. Ajústate el chándal
chavista y al ataque. Orden, orden, orden. Piensa, y por orden. Cepillo y
recogedor, para empezar. Con el ventanal casi cerrado, para que no se meta todo
el lío para dentro, pero no del todo, no vayas a quedarte encerrado en la
terraza y para qué queremos más. ¿Y si un golpe súbito de aire…? Bah, al
ataquerrr. Pero piensa, figura. Des-pa-si-to barre tú, no vayas a levantar una
tolvanera y te trague el tornado. Ohú, llené de desierto el recogedor. Ya se
veían las baldosas, si bien mates total. Sorprendí a una vecina de balcón,
entre conmiserativa, curiosa y divertida, todo a la vez, fisgoteándome. Qué, de
limpieza, buenos días. Yo: Un poquito, sí, jejejé, buenas. Iba a ponerme a
cantar por Los Secretos, a venirme arriba y darlo todo ahí, pero me corté, of
course. Fregotear ahora. Tres veces, porque a la primera el agua se hacía
petróleo ante mis ojos atónitos. A la tercera, ¡ole mis cremositas baldositas
guapas! Aunque me dolían ya un poco los riñones, ay, la falta de costumbre. Y
ahora los cuatro pedazos de cristales. Pero antes, horror, tenía que lavotear
también las persianas de arriba abajo, que andaban mustias y rebozadas en polvo
las pobres. Venga, agua con jabón, bayeta y a tope y a conciencia mi
dale-que-te-pego. Uff, cansa. Los cristales now. Papel y cristasol a tutiplén.
¡Jodó!, era puro barro lo que al principio destilaban. Decentes al cabo, se me
empañaban a corros luego. Lo ingrato que es limpiar cristales, que nunca del
todo limpios los ves. Además que ahí sí que tuve que agacharme y arriñonarme, y
que frotar y refrotar. Polvo, sudor y salero, el escritor sin Nombre cabalga y
requetelimpia. Más de media tarde, no creas. Lavar y restregar luego trapos,
cubo, cepillo y fregona. Me dolía todo, no sé, está mal decirlo… pero me sentía
extrañamente contento. Así es que me lavé bien yo mismo, incluso las orejas, me
cambié de ropa, en fin, me dejé luego caer sobre el balancín como un figurín.
Busqué desde ahí con mis ojos las nubes. No estaban. Me encontré un cielo azul unánime,
diáfano, preciosísimo. Ya no tenía excusa, maldición.