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jueves, 2 de diciembre de 2010

And the winner is... Ana María Matute

    
     Va a ser que es uno, como del muá dijo alguien aquí, un resentido cateto y derechista. Creo que esa era la troika calificativa que sobre mi vertía el amigo. Pero sería faltarle a la lealtad que uno debería a sí mismo guardarse siempre si no dijese yo aquí que… es que este mundo no lo entiendo. Vaya por delante que Ana María Matute, su persona y su figura enteras, me merecen el más sagrado de los respetos. No conozco mucho su obra: los tres relatos que la tengo leídos me han gustado, en especial uno sobre un niño que moría, que era extraordinario. Coinciden además numerosos críticos serios en ponderar la excelencia de su obra, y el derroche de fantasía y la riqueza de lenguaje y estilo que en su “Olvidado Rey Gudú” brillan, y que es seguro que permanecerá por largo tiempo su extensa obra en los anales literarios. Digno de encomio considero también el coraje con que a lo largo de su peripecia vital ha afrontado ella muy dolorosos infortunios personales.
    
     Por tanto, lector, la despiadada censura que ahora vas a leer, si me sigues, no va dirigida ni a su persona ni a su obra. Más bien vitupérase un gesto social, el mismo que, por más vueltas que le de, no encuentro puesto en razón. Vuelve uno por tanto a darse otra vez inútiles cabezazos contra el signo de los tiempos, que vienen a ser éste como la farola esa que el otro día ya  te presenté. Que va a hacérsele. Se rasca uno un poco y ya está. Además, entre tú y yo, lector, siendo yo casi nada, una troika de la nada, diríamos, y por lo mismo, si apenas a parte alguna esto llega, y que desde luego siendo esto así, sobraría incluso tanto prolegómeno disquisitivo ya, que comprendo yo, lector mío, que andes a punto de mandarme a la mismísima Chimbamba.    
    
     Verás, samaritano lector mío, reconoció Ana María, en rueda de prensa anterior en un mes a la oficial concesión del galardón que “si me dieran el Cervantes, daría unos botes tremendos”. En persona de ochenta y cinco años chocaban un poco esas audacias, algo así como cuando un novillero a grandes saltos cita de frente al morlaco por llamar sobre todo la atención del respetable jurado, por si acaso hallábase éste amodorrado. Eh, que estoy aquí. Bueno, el Cervantes llegó. Se lo dieron, que siempre hay alguien que tiene que darte algo. Tiene una asignación de 125.000 euros, acaso lo de menos. Podía haber Ana María entonces haberse contenido, pero se ve que es la desenvuelta sinceridad la moneda en curso hoy, que a todos se nos pega a las manos, y siguió ella confesando su verdad eufórica, por mucho que en el lance descompusiera ya del todo la figura: “esto es un estallido de felicidad… esta noche no he dormido, tenía unos nervios que me moría”.
    
     Pareciera que, en efecto, con el Premio hubiese ella el mismo cielo alcanzado, y como si del mismo hubiera dependido nada menos que abatirse del todo en su desdicha o abismarse sobre el eterno infierno. No comprende uno este desaforado entusiasmo en absoluto, máxime cuando se han tenido ya en la mano todos los premios del mundo, que lleva a cifrar en la obtención de un Premio, por el que duramente se competía con otros, la más absoluta felicidad. ¿Tenía de verdad Ana María la noche anterior “unos nervios que me moría” por GANAR el dichoso Premio? A fé que sí, como vemos,… para pasar a continuación a declarar, puestos ya (y puede verse con ello que la cabeza divinamente le rige), que… “habrá quien escriba para ganar premios, yo no” (¡) (¿entonces?) y más aún, que en su obra “siempre he querido comunicar la sensación de desánimo, de pérdida. Vivir es perder cosas, eso está hasta en el primer cuento”. Ganar, perder, ¿lo entiendes al menos tú, lector mío?
    
     Le maravilla una vez más a uno el comprobar como también entre los “creadores” (y acaso entre ellos más que en el resto, a pesar de las leyendas de rebeldes a todo lo establecido con que se adornan) funciona a la perfección el ancestral mecanismo de premios y recompensas – perritos de Pavlov todos-, públicamente sancionados además, a fin de sentirse definitivamente a gusto con uno mismo y con su puesta en sociedad. Ni la contemplación personal de los logros de la propia obra, ni la carta agradecida de un lector anónimo, o de cien, ni la admiración de los amigos íntimos, ni la consideración de los más respetables sabios, ni la propia satisfacción por la obra que sobre todo a uno ha de cautivar… bobadas, el Premio, el Premio.
    
     Y como digo pasma más aún semejante frenesí ganador en persona tan sensata, que posee ya en su haber una larga lista de trofeos: Café Gijón, Planeta, Nacional, Premio de la Crítica, Nadal, Fastenrath, otra vez el Nacional, por decir sólo los más nombrados. Porque si admitimos ese afán acaparador, que debiera extrañarnos sobre todo en un escritor, entonces, ni un solo reproche cabe hacerle a que Sara Carbonero quiera operarse hasta de la planta de los pies, si le peta, e impartir luego lecciones de periodismo en el mundo entero, si le place, o al multimillonario de turno  que persigue con denuedo y codicia hasta el fin de sus días el negocio más formidable del mundo que más y más le llene la faltriquera, o al concursante del reality que vende su pasado al mejor postor con tal de pasar el corte. En todos esos casos cabe sostener que una idéntica disposición psicológica de afirmación por encima de los demás es común, y que una obsesiva búsqueda del público reconocimiento también se repite. Pero es que ganar-y-ganar-y-ganar es el imperativo categórico de estos tiempos que, como se ve, incluso roba el sueño de sus mejores personas. Porque, mea culpa lector, también querría haber conquistado yo hoy el  merecimiento hasta aquí de tu atención.

3 comentarios:

Ángeles Hernández dijo...

Pues a mí que me hizo gracia, tanta espontáneidad y tanto descontrol: como una niña.
Porque, José Antonio, ¿A quién le amarga un dulce?. Además de que el Cervantes es, para los hispanoescribientes, el segundo galardón en orden de importancia (después del Nóbel).

Probablemente si Ana María Matute no hubiera tenido 85 años, habría guardado las formas y habría contenido su enorme contento para hacerse la elegante, amante de la escritura y desdeñadora de pompas y vanidades.

Pero "nihil obstat": se puede ser muy sensible al cariño de los lectores, al placer de la creación, escribir sin pensar en ganar etc etc y además emocionarse con el Premio. Y si ya estás de vuelta, decirlo, saltar y comentarlo publicamente.

¡Que se deje llevar por la alegría la pobre Ana María! ahora puede permitírselo. Además, incluso en el mejor de los caso el "síndrome prefontal" se caracteriza por eso: dejar que las emociones se expresen sin que el filtro de la razón (lo conveniente) las bloquee.

Que, a mí me haría botar cualquier premiecito de nada, aunque quizás dijera eso de : "Gracias, pero esto no me va, et, etc"
Yo creo que el "vanitas, vanitatis et omnia vanitas" nos afecta a todos, bueno a muchos por lo menos.

Te manda el minipremio de un abrazo de seguidora
Á.

S. Cid dijo...

Pues será, quizá porque esta señora me cae bien, que a mí, como a Ángeles Hernández, también me hizo gracia su espontaneidad y descontrol... a esa edad.

José Antonio del Pozo dijo...

-Ángeles: si tú lo ves así, pues punto en boca. No creas que un abrazo es un minipremio, según y como puede ser más que el Cervantes ese.¿Seguidora mía? I know, but I don´t see your name and your look in the oficial wall, en mi lista de Schlinder, vamos, y me gustaría. Y muchas gracias por extenderte tanto y tan bien.
-S.Cid:Ana María le hizo gracia, le cae bien... bueno, nada que objetar a eso, dar gracias por dejarme aquí sus paraules