Había superado lesiones durísimas, de esas que ponen a prueba el cuajo sobrehumano de los Héroes, de las verdaderas Heroínas, vale. Había vuelto a ser, contra el Tiempo, el Desánimo y el Dolor, esa chica llena de luz e ilusión –algo en ella de criatura de Romero de Torres- que nos encandilaba, de vuelta a la competición más exigente. Con Fernando Rivas, su entrenador de siempre, al lado. Con qué seriedad ímproba, con qué afecto no mostrado, en cada cambio siempre él la reconvenía. Tenía ella, a sus 31, en sus manos de nuevo la Final en la Olimpiada de París, la Ciudad de la Luz, lo que para un deportista eso supone, cuando de súbito, pudimos verlo todos, en una de esas contorsionados apoyos que sobre la rodilla el punto le exigía… se estrelló contra el suelo sin poder ya incorporarse. De nuevo contra ella el mazazo del Infortunio. Los gritos de Carolina allí, su lamento dolorido, las lágrimas de Carolina bajo los focos. El auxilio desolado de su entrenador, congestionado de dolor, abatido y trémulo a su costado. Estampa suma de la pena y la desolación. El bravo arresto de Carolina luego, renqueante, rechazando la silla de ruedas como imagen penúltima de su carrera. Cómo no compadecerse con ella allí, cómo evitar las propias lágrimas al verla rota, cómo no al menos escribirle, aunque aquí sea, que tus lágrimas, Carolina, mientras en uno quede hálito, jamás se perderán bajo la catarata de imágenes que cada día nos inunda. Pena inmensa por Carolina Marín, gratitud eterna hacia ella.
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