Te contaré, lector mío, que me invade esta mañana, tras tanta altisonante llamada a Mr Follet, tras tanto… eso, el derivado que sigue a Follet y que rima con meneo, (que me he conjurado a no decir palabrotonas en una buena temporada, que me noto como si hasta tuviera la lengua sucia) en el Antro de las narices, que es que no puedo casi con mi arma de tan desaforado trote de lomos y caderas –mucho peor que tres partidos de pádel seguidos, dónde va a parar-, de tanto folletón simbólico, diríamos, que siento, digo, similar a la depresión post-parto, parecida a la melancolía post-coito, algo de tristeza post-blog invadiéndome el ánimo.
Estaba este domingo la mañana escarchada toda y dura de frío. Y cuando va uno tristón –aunque sea sin motivo, por simple entropía del espíritu, después de tanta agitación- pasa la belleza de las cosas –la cristalería afilada del invierno, su arista heladora que lo vitrifica y distancia y pone en puntas de vidrio todo, como en una especie de gótico aterido los arbotantes de las ramas - desapercibida al lado de uno. Va uno encogido y como cerrado al mundo. Apenas veíase a nadie en lontananza. Iba además muy pendiente hoy de cuantas farolas me cruzaba, por motivos sobradamente conocidos. Aún me rascaba la frente al pasar cada una. Palabrototas, no, remember. Sapos, rayos y culebras como en los tebeos de antes.
Entonces, al ir a cruzar un paso de cebra, “burrito congelado atravesando desfiladero de cebras momificadas”, ¿habráse visto animal de más futbolera indumentaria que la cebra? me dije, tratando de animarme algo con esa escasa lucidez mañanera, divisé al otro lado de la calle a una mocetona rubia que con ropas informales a algún sitio se dirigiría, digo yo. Su pelo parecía un solecito inverosímil al lado del que poner un segundo las manos. Ahí lo tienes, Jose Antonio, me dije, como cantaba Sabina, el encuentro que te ilumine el día. Me quedé, claro, clavado, como anticipando ya, poetastro avant-la-lettre, la conmoción. Encima ella me miró. Nos miramos entonces los dos de frente, desde un lado del camino al otro, con el desfiladero de cebras momificadas de intervalo que hacía tolerable la puñalada del mirarse, como en un instante en hielo congelados los dos antes de cruzar un puentecillo en medio de la taiga siberiana. Los semáforos en ámbar nos guiñaban los ojos a juego de ocres. Parecían abedules un poco tiesos. Creo que hasta esbocé yo algo parecido a una sonrisa. Hasta sin quererlo me brotaron entonces del tarro palabras preciosas cuyo significado ignoraba y todo, era sólo que sonaban tan bien, limpiaban tanto la punta de mi lengua estropajosa de Antro: grímpolas, amaranta, tamarindo, amaretto, almendras, prímula, palabritas así, como un grito de primaverales flores resquebrajando el témpano.
Pero entonces ella, la rubia mocetona, prorrumpió en un bostezo tan enorme y horripilante, se le desfiguró tanto la cara en la boqueada, se le llenó el semblante entero de un brujeril aire que casi me causó espanto. Podría al menos haberse sonreído después, como corrigiendo con la voluntad el desatino del reflejo. Que había allí un poeta, leches. Por anónimo y quejoso que el mismo fuese, esas cosas las mujeres que valen es que se lo huelen, mujer. Pero nasti. Y algo del susto debió a mi reflejárseme entonces también en el jeto, porque es el hecho que seguimos luego cada uno en dirección opuesta nuestro camino, cada uno por la ribera que ya le traía, sin cruzar nuestras vidas ni siquiera en el instante insignificante de atravesar, al lado el uno del otro, el paso de cebras mítico.
Y, claro, fue entonces como si le diera yo, cargado ya de todas las razones del mundo, mi personal bonjour a la tristesse. Sólo que al venir y contarla aquí, gracias a ti, lector, se disuelve un poco.