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miércoles, 5 de enero de 2011

Navidad me dejó una granada

    
 
     Toda la hermosura de la Creación se condensa para mí en una granada. Si algún día la presencia de una granada me es indiferente, ese será el día en que estaré yo ya difunto para el mundo. Cuando de niño leyó uno en Homero a los héroes y a los dioses disponiéndose a zampotearse la ambrosía, sin saber siquiera qué cosa pudiera eso ser, la boca se me hizo aguas y sólo por ese nombre imaginé entonces el más deleitoso de los manjares. Cuando ya mayorcito uno, la vida le puso delante de los ojos una granada en sazón –y siendo todas similares, no hay dos idénticas y hablo yo, claro, de las más granadas entre las granadas-, fue verla, digo, y al instante se me disparó por dentro la flecha del conocimiento ciego en busca de su diana, ambrosía, me dije, le voilá, no otra cosa ha de ser el fruto del que se alimentan los homéricos dioses. Y si Newton necesitó de una manzana sobre la cabeza para descubrirle a la Ciencia su ley universal de la gravedad, me bastó a mí aquella granada para descubrir en soledad la belleza toda del universo allí condensada, y acaso debí allí mismo caer fulminado para ser de verdad alguien para siempre en la Historia.

    
    
     Mi madre, que mucho me quiere, tiene siempre la infinita delicadeza conmigo, pero sólo por Navidades, de traerme para mí solito una granada, como los Magos al niño aquél, aunque ande ya uno próximo a la cincuentena y peine ya coronilla de santidad. Sí, sólo por Navidades, porque cuando la belleza extrema se hace cotidiana, como les pasa a los edecanes del Museo del Prado, llegamos a despreciarla, que hasta ese punto nos carcome la sensibilidad la lepra de la costumbre. Pone mi madre la granada encima del plato y con su sola apariencia toda asechanza desaparece. Se le olvida a uno entonces incluso la promesa de rubíes prendidos que la granada dentro de sí encierra, abismado ya por de pronto en la lisura y el color increíbles de la esfera de su piel. Ah, esos tonos mates y flamígeros al tiempo entreverados, esa concatenación, esa disolución de los tostados en los carmesíes y viceversa, esos sienas arrebatados de escarlata, esos bermellones salpicados y fusos en lenguas de fuego del color gualda, esos arreboles difuminados de albero y vivo rojo. ¿Por qué tener que traspasar con el cuchillo el primor de esa piel en llamas y esférica?
    
     Y luego, como en los cuentos infantiles, abres la granada, y cual si descerrajaras un cofre precioso ya por fuera, se te agigantan ahora los ojos hasta el tope de los mismos, ooohh, ante lo que su interior te desvela. Escribió Lorca –según brujuleé ahorita en el Intenné- que es la granada olorosa un cielo cristalizado, y no va uno, siendo menos que una nada –si bien una nada desahogada, al decir de César- a enmendarle al Poeta la plana, pero, casi al contrario, pareciera que se abre delante tuya el fondo encendido de los mismos mares del coral luminiscente, un geométrico arrecife de madreperlas de una extremada belleza. Recuerda la granada a un panal de ricas gemas, en sus celdillas cuajado de granos translúcidos, que portaran ¡cada uno!  una bombillita prendida consigo, ya digo, cada uno de ellos como  rubí muy precioso. Invoca también la lámina de una granada la de un delicado vitral gótico, o al revés, que debió sin duda aquella, el misterio de su luz, inspirar a los mejores orfebres del vidrio.
    
     Nadie es perfecto, claro, y tanta belleza formal que la granada en sí compendia algunas veces vése algo defraudada –no le ciega a uno del todo la perfección de la forma- en el fielato del gusto por un punto de sequedad en su comer. Acaso por eso reuniendo tanto encanto haya sido la granada tan poco cantada. Pero, ¿qué decir de ésas, no tan infrecuentes, que sobre el escándalo del  atractivo de su hechura  desparraman además un sabor único, ese licor sólo suyo tan rico, que enreda y confunde en la lengua almíbar y acíbar, lo dulce y lo ácido en inefable gozo que hasta de grana te pinta los propios labios? La ambrosía, sí, la ambrosía que me dejó la Navidad.
    

6 comentarios:

César dijo...

Poético canto a una fruta tan delicada. Por más que he intentado que prenda el granado en tierras de vino, se niega, tal vez por orgullo de casta, a mezclarse con el populacho de manzanos y cerezos. No en vano luce una corona regia que no por mínima es menos corona.

Nuca fuera la granada
de palabras tan servida
como estas que le dedica
don Jose con voz sentida.

con adjetivos hermosos
con imágenes divinas
con lágrimas en los ojos
y prendado de por vida!

(Siento estropearle la prosa; Felicidades)

aspirante dijo...

La flor que precede al fruto es muy bonita.
Tengo un árbol a mi espalda en estos momentos, y cuando llega la época de floración es un lujo el verlo.

José Antonio del Pozo dijo...

-Cesar:ya comprendo que debe ser el granado muy suyo. Bien visto lo de la corona, que a mi se me fue. Y la poesía, impagable. Muchas gracias
-aspirante: esos lujos, amigo mío, son los que merecen la pena y la alegría

Robín dijo...

Maravillosa fruta desde luego.
Escribiste esto:
"Nadie es perfecto, claro, y tanta belleza formal que la granada en sí compendia algunas veces vése algo defraudada –no le ciega a uno del todo la perfección de la forma- en el fielato del gusto por un punto de sequedad en su comer." que me costó entender; yo hubiera puesto una coma después de compendia que aclararía mucho, sin contar que hubo la duda de que fielato no proviniese de hiel, que no parece, además de que vése despista enormemente y fue lo último que entendí en la tercera, ya , lectura. Fin de crítica literaria.

José Antonio del Pozo dijo...

A sus órdenes, especialmente en lo de la coma que falta. Muchas gracias.
Saludos

Senior Citizen dijo...

La granada es el símbolo de mi ciudad y, por tanto, está en todas partes. En el escudo, en los monumentos, en los empedrados del pavimento, en los "pirinolos" que impiden el tráfico, en las tapas de las alcantarillas... Pero también tenemos infinidad de granados vivos y floreciendo todos los años, como este emblemático de Puerta Real.