El jueves pasado fui al Teatro y en
el clímax de la obra, para pasmo de cuantos allí suspirábamos, de entre la fila
de butacas emergió una estridente cucaracha. Verás lo que pasó. Era en el madrileño
María Guerrero. Me apetecía, y mucho,
ver ese “Kafka enamorado”. Soy un
ferviente admirador del grandioso escritor checo, sobre todo de sus Diarios y Cartas; tanto lo soy que, sobre esos textos inspirado, precisamente
con el mismo título -no sé, lector, si algún día verá el pobre la luz editorial-
tengo, desde hace un lustro escrito, un sentido relato de amor. Puede entonces,
aupado sobre esa devoción y sobre esa coincidencia, calibrarse la exaltación de
mi ánimo teatrero.
A menudo tanta expectativa
desatada sobre algo acarrea la inevitable decepción de lo real. No fue para
nada el caso. Fue maravilloso ese tiempo
allí. La obra, la dirección, la interpretación, las palabras con esa fé
vertidas, todo resultaba preciosísimo en esa pequeña sala, todo permitía
disfrutar a lo grande –pese a la tristeza de algunas escenas- la expresividad y
la intensidad únicas que puede sólo el mejor teatro traspasarte. Trataba,
claro, sobre los desdichados amoríos que entre Franz Kafka y Felice Bauer hubieron,
sobre la enfermiza timidez e inseguridad de Kafka, sobre la incomparable persona del atormentado y acomplejado escritor,
que parecía andar siempre con una nube oscurísima sobre la cabeza pendiéndole,
sobre su angustia y su inadaptación perennes a la vida real, y sobre cómo a
tientas buscaba en la escritura, de la que también dudaba, un reducto ante los
miedos íntimos que ante el mundo lo atenazaban; versaba, en fin, sobre la
emocionante historia del amor mutuo que ambos indudablemente se guardaron, y
sobre cómo tampoco Felice, para su
dolor, pudo cambiar a Franz.
Nos parecía tan hermoso cuanto sobre las tablas a ojos nuestros
transcurría que mucho nos incomodaban las toses y gargajeos del respetable, que
entonces lo era ya menos, pues empañaban con esas carraspas la tersura
dramática de lo que demandaba respeto. Ya cuando un individuo de la primera
fila, y al poco, otro de la tercera, se levantaron para vete a saber adónde
carajo dirigirse, con gusto les hubiéramos tirado un peñasco a la cabeza, en justo
pago al cruel menoscabo que al primoroso trabajo de los tres actores esos
badulaques infligían. ¡Esa obra, ese actuar, exigían la suspensión de todos los
apremios corporales, joder!
Pero es que en el apogeo emocional de la obra, cuando Franz y Felice -los actores que tan
bien los encarnaban- se cruzan los más hondos reproches y ternuras envueltos,
cuando más desnuda y acabada es la pena por su desdicha, cuando, inmensos, el
dolor y la amargura por el mutuo fracaso -ante todos- brotan y estallan, justo
entonces, en ese mismo terrible y delicado instante, desde la cuarta fila del
público emergió con estrépito de alarma el bullanguero tiroriro, los acelerados
y pintureros sones de… la-cucara-cha-la-cucara-cha-ya-no-puede-caminar, y dale
que te pego allí a toda leche la mecánica pachanga de la cucaracha con la que
un teléfono móvil avisaba a su dueño sobre todo de lo cabrón que entonces era,
Dios mío, qué momento, y es que el individuo en cuestión no se daba por
aludido, o no acertaba a espachurrar la cucaracha, y la gente se removía y
chasqueaba ya la lengua tras tanto piripipi-piripipi-piriviriviriví … mientras
la obra no podía ni un instante detenerse, dios mío, que la cara de Kafka era un poema más y más
horrorizado, pues tenía el pobre que hacer como que no escuchaba el jodido soniquete,
la cucaracha y la madre que la parió, y seguir actuando, mientras Felice, más palida que la luna de los
románticos, con los ojos desorbitados no sabía a qué carta quedarse, y la cuca-ra-cha-la-cuca-ra-cha
que no paraba allí de repiquetear, que pensé, verás, ahora, el actor que hace
de Kafka, de dos trancos en vivo
agarra por la pechera al cenutrio de la cucaracha y le estrangula allí mismo, y
Felice jubilosa le ovaciona, se
besan y punto morcilla, hubiera sido genial…
Hubiera sido asimismo demasiado para los pobres Kafka y Felice, que,
heroicos sin duda, siguieron como si nada inmersos en su drama, que era ya
tragicomedia, hasta que aquel mendrugo -¡habrían pasado a gusto al menos cuatro
eternos minutos!- logró al cabo cortarle el gritito a la jaranera cucaracha, momento tras el que a Kafka, al loro sin duda de todo, una amarga sonrisa aún más le
ensombreció el rostro.
Luego me dije, es, hay que joderse, como si el negro círculo de la
maldición personal que sobre sí llevara Kafka,
incluso en el tiempo –casi cien años ya- y hasta en el último rincón del globo
al representarle se prolongara… aunque el brutal happening que acabábamos de presenciar era en el fondo un magnífico
correlato –casi demasiado explícito, así es la vida- al propio infortunio del
genio checo. Así lo debió también captar el Actor que hacía de Kafka pues, del todo recobrado y sobre
ese necesario
azar
crecido, a los ojos mirándonos bordó poderoso el fin de la Obra, “Tras un sueño
intranquilo, Gregorio Samsa se
despertó convertido en un insecto monstruoso”.
Aplaudimos
a aquellos tres actores, al Director, al Autor, a Felice Bauer y a Franz Kafka
hasta que nos dolieron las manos, claro.
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen y análisis de la obra en estos enlaces)
154 pgs, formato de 210x150 mm,
cubiertas a color brillo, con solapas. Precio del libro: 15 Euros. Gastos de envío por correo certificado incluidos en
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“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones
del mundo” (Pessoa)
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