Leí hace años un relato de Richard
Ford en el que presentaba a un matrimonio de tantos, norteamericanos de
mediana edad, de compras por un atestado centro comercial. De repente irrumpe
en la tienda en la que ellos curiosean un desequilibrado blandiendo una pistola
amenazadora y lanzando gritos. Se desata el pánico, un auténtico cafarnaúm de
alaridos de horror, carreras y empujones a su alrededor. Entonces, de forma del
todo inconsciente, durante esos críticos instantes el marido alcanza a
guarecerse tras el cuerpo de su mujer. Alguien desarma y reduce pronto al
zumbado. Ha sido todo visto y no visto, ha durado escasos segundos el episodio
entero. Se restablece, pues, la grata normalidad allí, también en apariencia la
del matrimonio protagonista.
Pero de vuelta a casa, silenciosos y atrapados en el atasco dentro de un
túnel, -destreza simbólica del Autor para escenificar la crisis- la mujer
reflexiona y le anuncia a su marido el fin de su matrimonio: ha entendido que
la situación límite vivida antes ha revelado de manera indiscutible la verdadera
personalidad de él y la verdad esencial de la relación que les une. En vez de
protegerme, ¡me utilizaste de escudo!, viene a decirle. Y frente a los hechos
no valen nada las palabras con que quieras ahora adornar tu cobardía. No puedes
ahora decirme que me quieres.
¿Cuándo somos más de verdad nosotros mismos? ¿Es en las situaciones
extremas, ésas en las que desaparecen los roles acomodaticios de lo social y en
las que se disuelve el conjunto de caretas con el que transitamos por la vida
cuando aflora nuestra moneda más íntima y pura? ¿O son las cruciales reacciones
en esos momentos extraordinarios producto sólo del ciego instinto y de
automáticos mecanismos internos nuestros que ni siquiera del todo conocemos, y
que por lo tanto, ningún valor de verdad sobre nosotros pueden mostrar?
¿Son acaso los instintos –es decir, lo animal, lo atávico, lo pulsional-
la almendra última de nuestra concreta humanidad? ¿No decimos cosas como “se me
fue la olla, me dio el punto, se me cruzaron los cables” para que no se nos
tenga en cuenta según que extemporánea reacción que una vez tuvimos? ¿Dice más
de una persona lo que ésta haga en un muy determinado momento, fuera por
completo de lo ordinario y sometida a tan tremenda presión de ambiente que
apenas puede sino “saltar”, que el conjunto de pequeñas acciones y reflexiones
con las que ha construido con paciencia y con consciencia su personalidad y su
mundo a lo largo de la vida? ¿Podía la concreta reacción de ese marido ante el
atroz caos desatado por un pistolero tronado ser puramente anecdótica, azarosa
y fortuita, y constituir por contra la suma de todos los hechos cotidianos y
reflexivos en relación con su mujer la auténtica prueba del nueve de lo que en
realidad él es? ¿Cuándo somos como de verdad somos?
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