“…Cuando tenía seis años, una mañana mis padres me llevaron al médico. Llevaba una temporada que apenas comisqueaba, y por las noches lanzaba gritos entre sueños. Estaban preocupados. El médico, viejo y de áspero tacto, me chequeó de arriba abajo… El tío, todo serio, le dijo a mis padres: “Pequeñito, su hijo lo tiene todo pequeñito. Todo… menos una cosa”. Pude ver, mientras me ponía los calzoncillos de algodón, cómo los semblantes de mis padres oscilaron en segundos de la contrariedad a la sonrisa cómplice… para volver a la contrariedad. Porque aquel fulano remató la frase delante de mí: “El corazón, tiene el corazón demasiado grande para su edad. Los ventrículos. Le pueden dar problemas”. Me asusté. Más tarde, descartado cualquier problema serio de salud, me diría, ¿lo ves?, un corazón demasiado grande, ahí perdiste el sentido del humor, compensado, eso sí, por un acendrado sentido del… amor. ¿No brota este acaso sino de un exceso de corazón? Entonces...”. (FRAGMENTO DE LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS)
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