Vistas de página en total

Mostrando entradas con la etiqueta Al Pacino. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Al Pacino. Mostrar todas las entradas

sábado, 5 de noviembre de 2016

Esencia de Al Pacino



   En estas que va Al Pacino, que hace aquí de ciego rumboso ya mayorcito, y le pide tango a la joven belleza. Antes ha adivinado sólo por la pituitaria que estaba ella, el meollo de su almendra, you knows, allí. La toma de la mano y, sin parpadear, hale hop, tras unos pasitos torpes de suspense y titubeo antes de la música, se marca con ella un número inolvidable. Eso que tiene el baile inesperado de promesa de plenitud para quien lo baila de repente bien acoplado, sí. Y que el contoneo envolvente de la música les lleva, también. Pero la escena se nos graba, creo, más que por la volcánica sensualidad de los bailarines, por la pericia con que los actores desarrollan la escena, ese vibrante crescendo de mutua y simpática aceptación, en el que con el invidente, símbolo de todas las limitaciones que los hombres pueden tener, todos los que no tenemos ni pajolera idea de bailar nos identificamos. Es como si con Al Pacino bailáramos a la vez todos los torpes nuestro primer tango en sueños con una bellezza ideal, esa platónica ilusión de complicidad integral. Más la mirada, intensa, abrasadora, rebosante de alegría de... ¡un ciego!, bárbaro Pacino aquí, y la sonrisa pudorosa de la chica. Su espaldita también, vale.

  “VEINTE RELATOS DE AMOR Y UNA POESÍA INESPERADA”. 12 euros, envío incluido. 165 pgs de SENTIMIENTOS, HUMOR Y AVENTURAS acerca de la condición humana enamorada… y desenamorada, en muchas de sus vertientes, cimas y simas, con la emocionante recreación de las más perturbadoras encrucijadas a que nos arrojan los sentimientos inevitables. Personalmente dedicados. Pídemelos aquí o escríbeme a  josemp1961@yahoo.es  Es muy sencillo. 12 E por correo ordinario a la dirección de España que desees; 15 E por correo certificado. Escríbeme aquí y te informo sin compromiso. 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Una tragedia tremenda




   Trató él de animarme. “Hemos ganado, tío, hemos ganado… ah, qué cervecita más rica nos vamos a tomar”. Y en el ruidoso bar del club poligonero, sentados frente a frente en una mesa, con la segunda cerveza rompí por fin a hablarle: “Mira, Javier, siento tanto lo que te he hecho hoy. Lo siento de verdad. He sentido vergüenza de mí mismo en la pista. Asco también. Y rabia, la rabia que te da. Que te insultas mil veces por dentro y nada. Te juro que he estado a punto de tirar la pala y largarme de la pista. Me hubiera querido morir allí.  ¡A punto de palmar por mi culpa, cuando te les ganas tú a esos dos con una mano! Es que ha sido penoso. No tengo derecho a hacerte esto… Además, venía ya pensando decírtelo antes, te llevo quince años, yo ya no soy un chaval, sabes cómo es la mierda esta del pádel, que huelen como tiburones al peor de los de enfrente y se ceban con él… he pasado tres años contigo increíbles, hemos ganado a yogurines superequipados, ¿te acuerdas de aquellos que venían con cinco palas y dos cintitas cada uno para los pelos?, nos hemos batido el cobre juntos como jabatos ante tíos mejores que nosotros, he disfrutado así a lo bestia… y quiero seguir siendo tu amigo… así  que quiero que sepas que debes buscarte un nuevo compi para la próxima temporada, que sea de tu nivel o mejor que tú, para que puedas progresar más, porque tienes en esto una proyección por delante que yo ya no tengo y … quiero seguir siendo tu amigo, y si te juntas con un tío que sea muy bueno y ganáis, y os metéis entre los cuarenta mejores, también yo ganaré contigo, y nada, que quería que supieras todo esto, Javier, que me duele en el alma lo que te hice hoy,  te fallé, lo siento…”.
   
    Puede que no controlara del todo el volumen quejumbroso de mi voz, o que el drama que sin duda contenían mis gestos desgarradores concitara la atención general, pero cuando sequé una furtiva lágrima que se me había agolpado en los ojos y me levanté, no sé bien si para ir al baño o para disimular, comprobé que el resto del bar, treinta o cuarenta padeleros y sus allegados, en más atento que respetuoso silencio seguían en vilo mi speech. Miré a Javier y él, parco siempre en palabras, por gestos me decía que no sabía bien dónde meterse. ¡Era él quien ahora lucía más rojo que una sandía! De algún sitio se levantó un murmullo, como el que se da en los  grandes partidos de tenis antes de los saques decisivos. Sólo se me ocurrió entonces para salvar la cara acudir a un recurso muy trivial:
     
    -A ver, perdonen, es que estaba ensayando el monólogo de una obra que hacemos en el barrio, una tragedia tremenda, todo es muerte y destrucción, y yo soy el heraldo que ha de recorrer cuarenta y dos kilómetros hasta la ciudad más cercana y narrarles a sus ciudadanos el desastre… es sólo eso…
   
 Sólo que mi salida de pata de banco griego no parecía convencer a aquella audiencia, o quizás les embelesara más aún, yo que sé, porque no  reanudaban sus bobas conversaciones, no apartaba nadie la mirada de mi egregia figura en calzonazos. Y yo estaba demasiado agitado por cuanto me estaba sucediendo por dentro para controlar mis constantes. Así es que no encontré más remedio entonces que el subir la apuesta:
  
    -¿Qué pasa, que no he hablado bastante claro? ¿Tengo monos en la cara o qué? ¿Por qué no vuelven a sus putas conversaciones y nos dejan en paz, eh?
   
 Fue quizás lo peor el decir eso, porque entonces...



entonces MAÑANA CONTINUARÁ y FINALIZARÁ, lector, que los tragos amargos a pequeños sorbos acaso se digieran mejor, y no quiero por hoy indigestarte yo más. Post/post: gracias a alp, a Cesar, a Winnie0, a CLAVE, a Sonja, a BEGO, por padelear conmigo ayer, por bloggear a mi lado, GRACIAS.

domingo, 22 de julio de 2012

Oh, Diane, Diane, al fin solos


     
    Siempre me gustó mucho Diane Keaton, porque la encontré adorable en Annie Hal –éramos tan jóvenes-, porque estaba, y muy bien, en El Padrino, porque me la reencontré en ese golpe bajo que es Baby, tú vales mucho, porque el reencuentro fue ya toda una celebración en Misterioso asesinato en Manhattan, sobre todo porque es una actriz que sabe sonreír  sólo con los ojos, sin mover los labios. Esos ojos en almendra que se encendieran desde adentro.
   Entonces cayó en mis manos hará un par de meses el libro de sus memorias, “Ahora y siempre”. Lo picoteé un poco por la mitad, con intención sobre todo de ver los santos y… del todo me atrapó. Me dije, alto, alto, esto merece ir despacio y con buena letra lectora. Lo saboreé entonces de principio a fin, sin prisas, como deben hacerse las cosas que merecen la pena.
    
    Bueno, lo encuentro un libro maravilloso, y esto dicho de un libro de memorias, mayor mérito aún resulta. Escrito a raíz de la muerte de la madre, es en efecto un repaso de su vida y de su carrera pero llevado a cabo con una agilidad y con una destreza literarias más que cautivadoras y repletas de logros narrativos y expresivos.
   Es fantástico el tono desenvuelto y en apariencia liviano con que Keaton retrata –siempre en acción- las figuras de sus íntimos (familiares, pero también entre otros W Allen, Al Pacino, Warren Beatty, Jack Nicholson) así como su propia peripecia: sus inseguridades, la bulimia, la autocrítica, la maternidad tardía y bajo adopción, el dolor por la enfermedad y muerte de los padres, la vida). Siempre encuentra Keaton un recurso expresivo vívisimo y nada grandilocuente para trasladarnos con eficacia literaria esa emoción, esa reflexión.
    
    No sé, para mí alguien que escribe de su hijo, “me encantan tus ojos color chocolate, de alegría impenetrable, sólo tienes que entornarlos al sonreír para que el mundo parezca un buen lugar” o “los recuerdos son sólo momentos que se niegan a ser ordinarios” o ante la manta azul marino que cubre el cuerpo muerto de su padre “al menos estaba envuelto en el color del mar al atardecer” –hay decenas de fragmentos así de inspirados-  es una persona que posee un don singular.
    Tan bien escrito está el libro que, quizás al principio por pura envidia, llegó a escamarme tanta pericia. Una persona que escribe con esa maestría  ha desperdiciado su vida si –y de nada de eso se hablaba allí-, siéndole del todo factible como lo sería en su caso tras el éxito profesional, no ha desarrollado ese enorme talento en al menos un puñado más de obras.  Además, que si Diane Keaton, sobre las cualidades interpretativas que ya le adornaban, atesoraba también ese consumado dominio escritor, empezaba a cobrar para mí el perfil de una diosa demasiado perfecta para estos tiempos tan descreídos.  
   Encontré, tanto en la dedicatoria como en los agradecimientos, dos nombres repetidos (David Ebershoff , Bill Clegg), que por el Internete se sabe que corresponden a dos reputados escritores a quienes quizás haya que felicitar por haber puesto todo su arte al servicio de lo que Diane les iba contando. Las vivencias, los sentimientos, la vida que en el libro brotan, discurren y palpitan son los de Diane, y  fueron ellos quienes supieron darle esa forma tan artística. Me alegré en el fondo de  que fuera así, paladeé el libro como la extraordinaria obra literaria que para mí es,  pues hallaron ambos la fórmula mágica para tras las páginas hacerme a la vez partícipe de la intensa sensación de hallarnos allí  Annie Hall y yo al fin solos, y tan divinamente, oiga. 


Post/post: gracias a Bego por sonreir ayer conmigo, por bloggear a mi lado, GRACIAS.
  

lunes, 11 de junio de 2012

El Padrino 3, una vez más


    Volví de nuevo a caer en sus redes hace unos días, hace unas noches, mejor dicho. Conserva intacto para mí el magma hirviente de su poderío expresivo. La pasaban por uno de los canales de la TDT. Considero la trilogía entera una auténtica Summa Artística, una maravilla de la Humanidad sin exagerar parangonable a la Alhambra o a la Catedral de Burgos, una de esas obras humanas que, al igual que el Gulag o Autschwitz nos hacen avergonzarnos de lo humano, nos hacen ellas con su inabarcable tesoro enorgullecernos de eso mismo, de ser hombres.
   Y de entre las tres, y sé que en esto quedo pronto en minoría entre los aficionados al Cine, la que más admiro es la Parte Tercera. Para mi criterio, si las Partes Primera y Segunda constituyen un auténtico portento narrativo, de incontenible aliento épico y dramático –una especie de Capilla Sixtina del Templo de la cinematografía- la Tercera rezuma por los cuatro costados una exaltación lírica de tal hondura y vibración expresivas que me la hacen irresistible.
   Al coincidir en ella y a su través el transcurso del río del Tiempo para todos (para los propios personajes principales –tan profundos y coherentes en su tallado que parecen más vivos que los de carne y hueso que nos rodean- sí, pero también para quienes la idearon, para quienes la protagonizaron, incluso para quienes como espectadores la admiraron), a través de los insertos narrativos de las otras Partes, atravesados de esa música arrebatadora, que conscientemente evocan ahí, y con plena lógica argumentativa ese decurso, cobra entonces el film una catarata de resonancias afectivas y expresivas de muy difícil superación.
   Ya escribí sobre ello (ver post mío de 31-8-11). Bueno, esta vez seguí en especialísimo vilo cada respirar en la pantalla de Diane Keaton. Adorable, adorable, mil veces adorable: la sonrisa de sus ojos, la tragedia de su personaje, lo bien que expresa el amor y la aversión que a la vez siente por Michael Corleone, el padre de sus hijos, su estremecimiento al volver a verlo, su temblor íntimo cuando dialoga con él, cuando sólo con mirarse se dicen todo, toda la cruda historia que les une y separa, que les ata y les expulsa.
   Lo hice además espoleado en mi admiración al coincidir con que estoy terminando de leer el libro de sus memorias, que en manera extraordinaria me está sorprendiendo, y era así como si al verla en la peli supiese cosas de ella que ni siquiera Al Pacino/Michel Corleone en ese momento conociera, con lo que se llenaba todo de nuevo de una más honda significación.
   Espero poder ofrecerte pronto, caro lector, noticia y encomio de ese libro que firma Diane Keaton. ¿Y qué es sobre todo un libro de memorias sino el testimonio y la constatación de que inexorablemente nos vamos, poco a poco primero, haciendo, y luego a toda leche deshaciendo, entre las aguas turbulentas del Río del Tiempo?
Post/post: gracias a Laura Caro y a NVBallesteros por hacer el blog conmigo, por no dejar del todo el blog solo, por no dejarme solo, GRACIAS.

miércoles, 31 de agosto de 2011

El Tiempo, El Padrino y Al Pacino

                                      
                                            Tócala otra vez, Michael (mejor)


    Pocas veces cómo esta que ahora te recuerdo, lector, habrá conseguido el Arte, a mi juicio, expresar con una intensidad similar y con una belleza tan sobrecogedora las heridas del Tiempo y de la propia vida en los hombres, personalizados en la trágica figura de Michael Corleone. Actores, imágenes, música, palabras, todos los ingredientes con los que el Arte se hornea, elevados a las más altas cotas de su potencia evocativa y representativa, se funden aquí en un extraordinario trenzado único que sólo puede ensanchar el corazón y la sensibilidad de quien lo contempla. Así es que si tú lo quieres, lector, recorramos juntos una vez más este prodigioso testimonio artístico, pues nunca ha de avergonzarnos el frecuentar la dimensión inabarcable de las creaciones más logradas que tan felices con su sólo curso nos hacen.
     Recordemos: Michael Corleone es ya un hombre envejecido y enfermo, atormentado sobre todo por el demonio obsesivo de la culpa, torturado por los remordimientos del reguero de crímenes en que consistió su vida, y del que ya no puede ni le permiten escapar, anhelante de una íntima redención que al menos apacigüe el dolor lacerante de su conciencia. Es un hombre derrotado. Ha accedido al fin a que su hijo Anthony, desligado del todo de la familia, desarrolle su vocación musical. Michael viaja a Sicilia, el totémico lugar de origen de sus antepasados, donde va a debutar en la Ópera su hijo.

       
       Vamos allá, lector. Reclama Michael con gesto y palabras el centro de la atención de la escena: “He querido invitaros… para celebrar la primera actuación de mi hijo…”, y es ya síntoma de su ocaso, siendo quien él es, que no consiga detener el bullicio imperante, como si no pudiera ya su sola figura imponer silencio y cada cual un poco siguiese a lo suyo. Significativamente la imagen se desplaza a la mesa de juego de una sala contigua en cuyo centro visual su hija a la misma vez propone a quienes la rodean jugar cartas “a la Philadelfia”, remarcando así la distancia de todo tipo (incluso geográfica) existente entre ellos. El error de Michael con el título de la ópera da pie a la intervención de Anthony, su hijo, que le corrige y, abandonando la mesa de su hermana, se aproxima a su padre, centrando ahora sí, también con la irrupción  del prestigio de su juventud, la general atención. “Todos recibiréis invitaciones así que sed puntuales”, recalca Michael, ilusionado como un solícito padre más del común.
     “Papá, quiero ofrecerte un regalo… proviene del pueblo de Corleone y es en auténtico siciliano”. Con su agradecido gesto hacia el Padre (la magia y la donación altruista siempre presente en todo regalo, antes de que el Corte Inglés mercantilizara el gesto, claro) ha mencionado además Anthony el talismán mágico para los oidos de todos los presentes, Corleone, la tierra mítica, cuyos ecos atávicos en todos retumba con violencia, y más que nadie en Michael. “La he aprendido… en tu honor”.
     Si es ya precioso que el hijo, lleno de gratitud hacia el terrible capo de la mafia que ha sido y continúa siendo su padre, porque le ha permitido elegir su destino, le ofrezca lo que él mejor puede darle, una simple canción –habría que pensar qué hubiera hecho Michael con ese presente en otro momento- mucho más lo es el que precisamente se lo ofrezca en su “honor”, sabedores todos del haz de connotaciones sangrientas y dramáticas que ese concepto exige y cobra en la vida de un mafioso. Michael acepta el regalo de su hijo, y es como si se patentizara de esta manera tan hermosa y sencilla el cambio de valores que preside ahora la declinante estrella del Padrino: frente al Poder, a la venganza, al círculo infernal de la violencia, irrumpen la búsqueda de la paz, la íntima comprensión, la música y el tesoro intangible que la misma despliega.  
     
     Y entonces, como en un milagro increíble y bien humilde a la vez, brota esa música de guitarra como un agua purísima, principia esa sencilla voz a cantar y ya queda sólo allí la música, la música y la portentosa capacidad de conmoción y de evocación que sólo ella posee. Es como si sus notas revelaran allí la misma ancestral alma siciliana, y por eso la cámara registra primero que nada la pesquisa primero y la discreta sonrisa asertiva del anciano patriarca que Michael tiene a su mesa sentado. Pero luego, en un majestuoso plano de casi invisible aproximación, la cámara va encuadrando a Michael, nos lo va lentísimamente acercando, y es como si nos introdujera a nosotros también en la carne viva del turbulento remolino de emociones que por dentro al implacable Don están con vehemencia golpeando.  
     El cómo se las apañan director y actor para con cuatro mínimos gestos – un ligero fruncir de labios, una bajada de cabeza, otro gesto de la boca al pasar la saliva amontonada a la garganta, y una espasmódica cabezada contenida hacia arriba al cabo- darnos la primorosa medida del volcán sentimental que se agita en erupción dentro de Michael es ya terreno del misterio que sólo la inspiración artística puede explicar. Tiene Al Pacino además los ojos velados tras las gafas de sol, secuela de la enfermedad del personaje, acaso símbolo también de la desorientación de valores que ahora le habitan, oportuno antifaz tras el que esconder la emoción, y es maravilloso cómo, sin poder usar los ojos, haciendo de lo que no puede verse y sólo sugerirse el recurso supremo, ha expresado tan a la perfección su íntima convulsión.
     Porque al vuelo de esa canción maravillosa –lo haría luego John Houston en The dead- le explota a Michael en la cabeza el tropel de los más sagrados recuerdos del pasado, -así los inserta Coppola- focalizados, claro, en el Amor, en el amoroso recuerdo de la segunda esposa asesinada, en el precioso momento del torpe baile de ellos dos durante la familiar boda siciliana. Se desbordan entonces sobre la pantalla un haz de rememoraciones incontables que anuda a los personajes de la historia, a los propios actores e incluso a los propios espectadores del film, que son en su mayoría los mismos que veinte años atrás –el Tiempo, su curso inexorable,  la incurable melancolía que el mismo produce, las personas amadas que ya no están- protagonizaron y disfrutaron con esa gran historia, anudándolos a todos en un cóctel cargado de emotivísimas añoranzas, multiplicadas siempre por el latido de la canción, que es como una versión desnuda de la propia e inolvidable banda sonora del film.
      No hace falta ni entender –prodigio de la música- esa letra para notar la sacudida emocional que la misma provoca. Sin embargo, cuando ésta se conoce, en su estremecedora belleza más nos derrota aún:
                Arde la luna en el cielo
                Y yo estoy ardiendo de amor
                El fuego que se consume
                Como mi corazón

               Mi alma llora
               Dolorida
               No estoy en paz
               Que noche tan terrible

               El Tiempo pasa
               Pero no hay amanecer
               No hay sol
               Si ella no regresa

              Mi tierra está ardiendo
              Y arde mi corazón
           Lo que ella ansía por agua
           Yo ansío por amor.

           A quien cantaré mi canción
           Si no hay nadie
           Que se asome en el balcón.

     Cuando vuelve la imagen al presente, vemos a Michael restregándose los ojos sin las gafas, cobrando pie de nuevo en el presente. El presente es la peligrosa atracción entre su hija y su sobrino.  Observamos que su hija ha percibido desde la mesa la intensa emoción que embarga a su padre. Como si adivinara lo que por su cabeza ha pasado. Se miran y baja ella los ojos. A su lado, su primo, ajeno, le acaricia el pelo. Michael, que no aprueba esa relación, les mira. No es una mirada desafiante, es una mirada de reproche, desde luego, pero es casi también una súplica, y a la vez una orden. Sin palabras, en un momento cinematográficamente extraordinario, que sintetiza en sólo esas elocuentes miradas cien líneas de diálogo, Michael consigue esa victoria: los amantes no aguantan su mirada, reconocen su ascendencia, se separan.
     Puede así él volver de nuevo y en paz a reconquistar lo mejor de su pasado. “Era una mujer excepcional, muy hermosa. Yo la quería, pero murió.” Cierra así Coppola la escena, con Michael haciéndoles esa confidencia a sus hijos –que lo son de la primera esposa- en la calle llena de luz, sin guardaespaldas alrededor, como un padre más, concediéndole esa tregua a su tormento interior, junto al muro de un edificio religioso, símbolo de la paz y del perdón que Michael Corleone busca. Como dice la canción, el Tiempo pasa, mas no amanece.