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miércoles, 14 de junio de 2017

Ana Oramas desnudó, azotó y enmudeció a Iglesias

     


   De las mieles con Zetapé, a las hieles con este Fumanchú procomunista. Menuda, corajuda, vibrante… ¡menuda tunda aplicó ayer Oramas a P Ig! Pareció Oramas ayer Indiana Jones, con su mismo y mítico látigo alada, para, como hacía Banderas en El Zorro, dejar en cueros al prochavista Señor de las malas moscas.   El Señorito de la inclemente verborrea, sin duda corrido, apenas acertó a balbucear no merece respuesta alguna. Allí en cinco minutos, al son de las elocuentes palabras de la diputada canaria quedó P Ig expuesto en su cruda esencia: “este debate televisivo de propaganda de Podemos… puro teatro… personas como usted han destrozado un país y la vida de muchos venezolanos y canarios… a usted no le gustan las mujeres no sumisas… ese tonito machista es problema suyo…”.  

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sábado, 24 de diciembre de 2011

Lo que Rajoy dijo y no dijo a Ana Oramas (yo estuve allí)

     
      Gracias, gracias, …ehhhh…verásh, Ana, que, ahora que ya controlo yo todo, je jé, puesh nada, que anda por ahí un bloguero faccioso dándome a todas horas la lata en el twitter ese con que tengo yo que presentártele, vamos, que arreglarle un encuentro a solas contigo, como si no tuviera otra cosa yo que hacer, imagínate, que parece que está muy prendao de ti el pobre, que le tiene muy impresionao tu porte bacalliano dice, ya sabesh,  qué se habrán pensao estas buenas gentes, qué idea se harán de cómo son estas cossass,  ya le he dicho… milagros No, que eso a Lourdes, pero nada,  el tío bloguero puñetero dale que te pego, que me la tienes que presentar, Mariano, me insiste por tierra-mar-y-aire el tío,  que es muy devoto tuyo, está enajenao yo creo, no veash la de lisonjass que te dedica, que si tus ojos, que si tu pelo, que si el dulce silbo de tu voz,  que si también tiene él un hijo de dieciséis, bueno, no te digo más… ¡que  hassta te mete en una aventura con él en el Museo de Cera con Urdangarín y que no se qué de que también yo te quiero mi amor, sí, shí, lo que oyess… yo creo que está tronao el tío, y duro, que me la presentes y eso, y venga, y ya le he dicho, qué perra, oiga, ¿y qué paso se supone que tengo yo que dar?, escríbala a su grupo, yo que sé, oiga, que por mucho que usted me haya votado, yo a usted no le debo nada, vale…eeehhh…qué másh le digo Ana Oramas, sabes que la política es así, llena de insidias y cosas pequeñas,  díle tu algo, anda, me tiene frito… (…joder, qué guapa es esta tía, hum, el tacto de su mano blanca y tan fina, ¿y tengo que soltársela ya?,  pero qué pequeñita es, es su mirar bella insidia, desde luego, qué divina criatura, vive Diosss,  con gusto la alzaría bien alta entre mis brazos por los aires, la elevaría y la lanzaría un poco en vilo hacia los techos, como un dorado trofeo de la Victoria, King Kong y la rubia en el Empire de San Jerónimo, pero qué estoy pensando, ¿y no podría este abrazo durar un poco más? ¿estrecharse algo más al menos? hum, hueles a brisa del mar prufundo, Oramas,  que acabo de ganar los comicios, que todo esto dentro de muy poco será nada,  joder, ahora mismo anegaría a bessos esta boca y este cuello, le tomaría el pelo entre las manos, qué ojo tiene este cabrón, ¿le pareceré ahora a Ana guapo y todo eso? altísimo desde luego, a las mujeres les gustan muy altos, qué cabrón ese jodido bloguero puñetero de cuyo nombre no quiero acordarme, y qué fermosa dama ess, el muy cabronazo) 

sábado, 17 de diciembre de 2011

Misterioso asesinato en el Museo de Cera



     
      Pues nada, que me escribió Ana (Ana Oramas, naturalmente) y con la amabilidad que en ella es categoría plena de su Ser me agradeció el post que le había yo confeccionado. Que se había reído mucho y eso, que muchas gracias y mieles tales. ¿Gracias? Las tuyas, Ana, las tuyas, fue lo único que se me ocurrió entonces atropelladamente por escrito responderle, bobo de mí. ¡Me volvió a escribir a los dos minutos! Pensé, es que eres un merluzo, tío, la has liado buena, seguro que, airada Ana por tu gracieta, te mandará ahora a Parla con el remite de burdo machista en la frente del correo electrónico. ¡Me citaba a las diez de la noche en la Plaza de Colón! Que allí me explicaría ella todo. Bueno, excuso decir que casi sufro una lipotimia frente al ordenador.
     ¿Qué podía hacer esta nada interbloguera sino plantarse en la madrileña plaza quince minutos antes de la fecha señalada? Las ramas de los altos árboles de la calle Génova lucían primorosos collares navideños prendidos en intenso azul. No sentía el cuchillo del airón decembrino en el rostro, claro. Pensé que podía tratarse de una broma pesada, que quizás alguien quería sólo cachondearse un rato del muá. Un minuto antes de las diez alguien tocó mi espalda y… allí estaban los ojitos azules de Ana (Ana Oramas, naturalmente) otorgándole calidad de suntuosa gala a la noche. Llevaba puesta una gabardina bogartiana que en ella quedaba muy glamourosa, sí. Me tendió la mano y, como solo a ella le sale eso, me sonrió por un instante. Bajo la estatua del Descubridor, me temblaron entonces las piernas, lo noté.
     
      No tenemos tiempo que perder, dijo ella, electrizando de urgencias la noche. Que tenía ella privilegiada información de un horrible crimen que en el Museo de Cera iba próximamente a tener lugar, y que era preciso adelantarse y evitarlo. Pe, pe, pero yo, yo soy sólo un jodido bloguero, yo, yo, no no tengo ni media leche, Ana. ¡Jose Antonio del Pozo!, bramó ella contra mi rostro, avergonzándome ya sólo con la mirada. Por el amor de Dios, ¿vas a dejar tirada a tu heroína, vas a ser capaz de hacer eso?, añadió.
    Suficiente el dulce silbo de su voz para armarme ahí mismo de valor. Está bien, Ana, va… sólo dime por qué yo, Ana, por qué el muá. Se apartó un mechón de la cara y suspiró: por increíble que te parezca, la política es así,   … sólo puedo ahora confiar en ti, José Antonio… no podemos perder un segundo más… o los batasunos nos ganarán por la mano, ya te contaré, vamos.
     Seguí sus pasos, cortos y apresurados, taconeantes sobre las baldosas de los bajos de la Plaza. A veinte metros unos raperos ensayaban sus gimnásticas contorsiones, atentos sólo a su pericia. No me pregunten el modo en que Ana lo hizo, pues iba yo del todo alucinado por la situación, que claramente me sobrepasaba, pero, como si con con algo parecido a una ganzúa fuera forzando ella cuantas compuertas del Museo de Cera nos salían al paso, como si conociera las claves que desactivaban las alarmas –tecleó Ana rauda una combinación en su blackberry- en un periquete estábamos dentro de aquellos sombríos y solitarios corredores. ¡Todas aquellas horripilantes estatuas en la oscuridad, aquel cúmulo de pomposas celebridades reducidas a cerumen que parecían salirnos al encuentro, qué canguis!
     
     Atravesamos salas, recorrimos galerías, bajamos escaleras, - la antorcha de los cabellos de Ana, que me precedía- nos adentramos en lóbregos sótanos iluminados sólo por mínimos pilotitos de emergencias con la respiración en vilo. De pronto, a la vuelta de un recodo, una figura amenazante pareció abalanzarse sobre nosotros faca en alto. Ana dio un respingo y sin pensarlo se apretó con vehemencia contra mí. Las curvas de su cuerpo menudo pero incitante encajonándose un instante contra el mío, el goce fugaz de ese súbito acoplarse de órganos cóncavos y convexos. Un instante sólo. Aun detrás de Ana, lancé una patada hacia quien fuera aquel oscuro coloso desafiante. Ni se movió. ¡Como que era la estatua de Marichalar, con la que de bruces por puro azar nos habíamos topado!
     Extrajo Ana una linternita de la gabardina, se la enfocó a la cara y… allí estaba don Jaime, con expresión encarnizadamente burlona. Verle y saltársenos a ambos también la risa, fue todo uno. Oye, Ana, plis, dime qué carallo estamos haciendo en el Museo de Cera a las tantas y de furtivos, le inquirí al cabo a mi heroína canaria. Verás, José Antonio…, me susurró ella –sus labios rozando los míos en la noche del museo, rodeados por aquel monstruoso estatuario, que me pareció entonces que me guiñaba un ojo en lontananza Elvis- …los batasunos pretenden dar un golpe de efecto mundial en la investidura de Rajoy, plantificando por sorpresa en el estrado la figura de Urdangarín bajo una guillotina, y rebanarle el pescuezo en efigie,  proclamar luego a voces ¡el Delenda Monarchia est!  …imagínatelo, chico, la que se va a armar, y necesitan robar para eso la estatua de aquí, en cualquier momento llegarán, tenemos que impedírselo, Jose.
     Me dio la risa. Ana Oramas, tú no estás bien, quiero decir, que estás muy bien… pero, vamos a ver,  qué me estás contando. Quise reirme con audacia de galán, hacerme el duro. Psschh, me tapó de golpe la boca con su mano ella. Se escuchaban en el piso de arriba violentas pisadas acechantes. Ostias, pensé yo, y tragué saliva. ¡Los batasunos! ¡Vamos!, susurró Ana. Sí, vale, pero hacia adónde. Interrogamos con angustia el céreo rostro descacharrado de Marichalar. Reparamos en que su mano izquierda tenía el dedo corazón extendido hacia el más oscuro rincón del sótano.
     
      ¡Albricias! Allí estaba Urdangarín, su estatua en cera quiero decir, vestida de calle ya y, curioso, pareciera que a la expresión de la cara se le hubiera subido una roja vergüenza inconsolable. No pudo evitar Ana al verla –Ana Oramas, naturalmente-, abofetear la efigie y lanzarle por lo bajini un insulto inimaginable a su dulzura. Pero acto seguido, sacó un diminuto serrucho del magín de su gabardina y con formidable energía en un pis pas maniobró y me dijo, vamos, chico, cógele tú de los pies. Oíamos cada vez más cerca y más estridentes las pisadas. Por ahí, y me señaló Ana una puerta de emergencia.
     Subimos con el Duque de Palmarena a cuestas las escalerillas que nos llevaban de nuevo a la Plaza. Lo que pesaba aquel olímpico Ducado, la mare deu. Nos faltaba el resuello. Ana, ajigolada, los cabellos rubios revueltos, estaba aún más guapa. Los raperos seguían practicando sus contorsiones. En un tris decidimos agregarnos a su corro, sosteniendo a nuestro Duque en pie entre nosotros dos. Jaleamos a los raperos, que nos miraron extrañados un segundo, se sonrieron luego aceptando nuestra presencia… para seguir enseguida a lo suyo. Sonaron los ecos lejanos de una sirena policial. De reojo vimos escapar del Museo, por las mismas escaleras nuestras pero hacia el Prado, a los batasunos, contrariados y lanzando euskalherríacas imprecaciones. Bueno, les habíamos chaflado el plan.   
       Estábamos los tres en la Plaza de Colón, que parecía haber ganado en el interim de nuestra aventura un mayor aspecto navideño. El run rún del tráfico parecía el rumor musical de un río muy poderoso. Ana marcó algo en su móvil. Miré hacia arriba y el Descubridor parecía apuntarnos. Le dije, mira, Ana, Colón nos señala. Entonces ella, con la confitura envolvente de su voz al oido me dijo: y ahora tú, chico, vas a cerrar los ojos y vas a contar hasta cuarenta, y piensa,  Jose Antonio, que la política es así,  que fue maravilloso conocerte, y que es eso lo que cuenta. Aunque tenía ganas de llorar, cerré los ojos y empecé a contar. Lo hice sólo porque pensé que Ana –Ana Oramas, naturalmente- besaría al menos mis labios antes de desaparecer. Hacia los veinte escuché el frenar de un cochazo. Abrí al llegar a cuarenta los ojos y, naturalmente, nada, ni del Duque ni de ella, había ya por allí. Increpé –pobre, qué culpa tendría él- al Descubridor al estilo Mou: ¿pur qué? Pero, tan arriba, con tanto coche, no podía él escucharme. Vuelta a casa. Y que this is the end.   
       
     
 
   
    

viernes, 16 de diciembre de 2011

Lo que Ana Oramas dijo al Rey


      
     Mucho me malicio que con el hermoso porte bacalliano que en ella se atesora, más la dulzura inigualable de su son, mi soñada Ana Oramas al mismo Rey de España así le habló:
   
      Majestad, aunque Usted y yo no hayamos compartido momentos difíciles, aunque no sé si con su ojo a la virulé puede Usted a su vez mirar a los ojos de los españoles, ni a los de su padre, que en Gloria esté, que no lo vimos ayer a Usted del todo muy orgulloso de sus hijas, …y yo en su despacho una vez, porque yo tengo una hija de 16 años, y usted tiene dos, pero más mayores, y dos yernos, vaya tela, vaya gofio,  y que los demás un poco se rían si quieren… pero yo creo, Majestad, que los trabajos en la política más duros que hay en este país son ser alcalde y Rey de España, porque se es alcalde y Rey 24 horas al día y siete días a la semana, y en temas que afectan a los ciudadanos, y se queda la familia y muchas cosas por el camino (ya te digo)… y seguro que no recuerda la primera y última conversación con usted y yo hablando de nuestras hijas, pues tantísimos son los afanes, Majestad, que a Usted desvelan, y yo le decía lo que significó para mí que mi hija con ocho años me dijera “mamá, quién es más importante, el Ayuntamiento o yo”, yo le dije... yo te quiero mi amor, me dice, no te estoy preguntando eso, …pero yo sí recuerdo perfectamente, Majestad, lo que Usted entonces me confió,  que también su hija mayor un día se le plantó, y que le dijo, Padre, quién es más importante la Corona o yo, ¿No soy acaso yo la primogénita? ¿Es menos una mujer que un hombre?, y que le dijo Usted ahí lo mismitoo que yo… pero yo te quiero mi amor, y que ella igual, no te estoy preguntando eso, Padre… y la niña con ocho años tenía razón, los niños, ya se sabe …Usted y yo (bueno, y Jose Luis) nos perdimos muchas cosas de las vidas de nuestros hijos… pero Majestad, la Vida que le viene ahora tiene un montón de momentos, y agárrelos fuertemente, Majestad, y lo va a disfrutar y se lo merece, se lo merece a nivel humano y a nivel personal… y le digo una cosa, Usted no es infalible, ¿eh?... pero Usted puede mirar a los ojos a todos los españoles… porque ha trabajado por ellos y también por los canarios, muchas gracias y… sólo una cosa, y por una vez escúcheme, Majestad, présteme atención … pille la Harley que cabalga en su leyenda, cuélguese una guitarra en bandolera y el antifaz mismo del Zorro, sortee ahora de verdad a los cientos de guardaespaldas, ábrala el gas, acelérela a tope, atraviese como un nublado de incógnito la capital del Reino, piérdase por cualquier andurrial secundario de Entrepeñas, deje que el Viento de Jose Luis le azote en libertad el rostro y los cabellos que le quedan, atropelle el asfalto, ábrale los brazos a los rayos del sol que en invierno son caricias de oro,  grítele su júbilo bribón a los álamos del río y a las aves cantoras de los bosques, enviéle el sms a Condoleezza Rice, voy de vuelo, paloma, y mándeles entonces a todos, pero a todos, mándeles a Parla, Majestad, hágame caso, sólo tiene que perder las cadenas y ganar a cambio la Libertad para los años que le quedan, Majestad.

     Oh, lector, si pudieras saber  cuánto en ese trance envidié yo al Rey de España, y sólo porque esas lisuras al oído mío Ana Oramas derramara.
     

viernes, 29 de julio de 2011

Adoración mía de Ana Oramas, sólo mía (Relato, o algo así)



    
     Claro que, existen también riesgos imprevisibles en mirar demasiado a alguien. La primera vez que miré yo el video de Ana Oramas, la diputada canaria que tanto adoró a Zapatero, sentí por ella, y por motivos, lector, que no es preciso a ti explicarte, una ácida animadversión. Mas, como hube de verme el video varias veces –luego dicen que el bloggerismo es caro-, al examinar decenas de fotos suyas, al escuchar una y otra vez la melodía deliciosa de su trino, las claridades de sus ojitos chiribiteros, la donosura de sus cabellos como mechados en miel, la proporción delicada que guardan en el rostro sus rasgos, en fin, su perfil en algo bacalliano, poco a poco noté crecer dentro de mí el alien de un sentimiento encontrado y ambivalente que al final terminé por a mí mismo decantarme: tío, te has colgado con la Oramas, con Ana de aquí en adelante. Te has prendado de ella. Desde luego, eres más tonto que Picio.
     Y sin embargo, estas pasiones a contrapronóstico, que te salen al acecho sin buscarlas, son  quizás por imprevistas las que más agitan los corazones. No sé: la vida es tan rara, lector, y el Internete - la virtualidad fantasmal en que consiste-, ya ni te cuento. Prueba indubitable que no me dejará por fantasmón embustero –como de Zapatero sus debeladores decimos- de lo que aquí confieso, es el propio mío post sobre  Ana y su zetapeica adoración: empezaba yo el mismo con muy severo ceño censor fijo sobre la Oramas, para acabar el mismo literalmente rendidito y hasta besando –para mi propio ridículo- los invisibles pies de Ana. No dejaba de resultar todo una ironía, que de no ser de cariz internética, hubiera resultado en la realidad sangrante: había querido yo hacer mordaz escarnio de la diputada embelesada, extasiadita ante su Hombre derrotado, para acabar uno mismo hechizado y embobadito ante la diputada y el mistérico aire que la envuelve. Joooer, por qué será uno así.
     
      La obsesión por Ana subió de grado un punto cuando, para mi alarma, alcanzó la misma también los dominios del inconsciente. Vamos, que la noche en que puse en il mío blog ese post, soñé con Ana. El primer sorprendido, incluso en el propio sueño, era yo. Es que encima tratábase de un sueño… subidito de tono, claro. Pero, por otro lado, -por el lado oscuro ha de ser- conforme vas soñando, como sucede en la vida misma, por las buenas o por las malas te acabas adaptando, y al cabo, con las cartas que te han tocado, te aprestas como decía el otro… ¡a jugar! A jugar, yes, sobre todo este jueguecito. Eso sí, como si el mismo sueño quisiera por su cuenta hacer parodia de mi boba ilusión, no era un sueño en nada original, sino calcado de una película romántica basada en presencias incorpóreas de la persona amada, recientemente fallecida, alrededor de la protagonista.
     Y sí, soñé que era yo una presencia invisible alrededor de Ana mientras ella disertaba y disertaba, quiero decir, mientras derramaba ella sus musicales prédicas desde la tribuna de oradores. Y arrancaba el sueño, claro, besando apenas yo, y con suavidad de plumón nórdico en los míos labios, sus  pies. Ana apenas lo notó, aunque mínimamente alzara la planta del izquierdo en involuntario reconocimiento. Sin que ni Bono, tan atento a las joyas él, se diera cuenta, la descalcé luego yo de sus zapatos de hebilla, para que pudiera Ana hablarle al hemiciclo más cómoda. Ana lo notó, por supuesto, y miró un instante hacia abajo sin comprender lo que pasaba, sin poder verme, pero como estaba ella en el pleno uso de la palabra y nadie decía nada, siguió a lo suyo, mucho más confortada ahora, donde va a parar.
    
     Hum, los pies desnudos de Ana sobre la alfombra del Congreso, qué blancos y delicados eran, como conejitos de porcelana. No pude resistir la tentación de pasar despacio un dedo sobre la superficie entera de uno de aquellos pies. Tenía Ana los talones un poco resecos y se me ocurrió… untarlos bien de mi propia saliva. Oxigenarlos así. Ella dio un discreto respingo entonces, mas no podía interrumpir su discurso, pues nada ni nadie en apariencia la incomodaba.
     Sí, Ana, me sumergí entonces bajo el tiro de tu amplia falda estampada, que parecía desde allí abajo una bóveda translúcida, una tulipa de tafetán que envolviera en tonos ocres una íntima luz tuya. Contemplé desde allí las firmes columnas de tus muslos morenos y ese precioso retablo interior tuyo, y  el mismo dedo mío de antes fui muy lento haciéndotelo resbalar por el empeine y alrededor de los tobillos, ascendiendo por la duna vertical de tus gemelos, tan suavitos, hasta alcanzarte el envés de la rodilla, la corva, ese oasis tan sensible sobre el que hice oscilar un poco en zig-zag el dedo, como un bañista haciéndose el muerto. Creo que fue ahí cuando un poco se te quebró de más dulzura aún la voz, y pronunciaste desde el estrado aquello de “y que los demás no se rían”, que quizás nadie entendiera del todo. Nadie excepto yo, que era entonces el admirador invisible tuyo viviendo bajo el vuelo de tu falda.
     
      Y se vivía muy bien allí, a la vista de esos valles nemorosos, de aquellas suaves lomas y hondonadas, de aquellas anfractuosidades sólo adivinadas pero tan próximas a mis gafotas, y bajo el silbo en sordina de tu voz acariciadora,  poblada de unos ecos canoros tan sinfónicos que creaban ellos solos una  burbuja propia del mismo Paraíso. Es que además tu piel tostada, Ana, desprendía un aroma penetrante a sal y a yodo, como si una criatura recién arrancada desde las profundidades del mar, o desde una ciudad submarina de la Atlántida que tú regentaras, a la misma tribuna de los oradores del Parlamento hubiera sido de pronto proyectada, y nada, que apetecía mucho pasarle la lengua a tus piernas y comprobar así que eras de verdad, que no eras un fantasma de mi quimérica imaginación ciberesférica.
     Naturalmente, no lo hice. Hubiera podido armarse allí la marimorena entonces, y no era eso, no era eso. Era sólo amor, recuerda, Ana, no sexo. Así es que me conformé con seguir elevando con morosidad zen (de zenutrio embobao, quiero decir) la yema de mi índice en sucesivos círculos sobre tus muslos, de abajo arriba, una y otra vez, cara interna, cara externa, una y otra vez lentísimo mi dedo sobre tu piel atlántica, escribiéndote con la punta del índice muy suave mi nombre allí, jo-se-an-to-nio, punto sobre la i y todo, para que no me olvidaras, Ana, como si fuera yo un perista tronao, pero sin adentrarme nunca por manglares comprometedores, que acaso hubieran llevado la parlamentaria sesión por derroteros en verdad impropios. Y, a pesar de no ser uno muy experto acariciador, -no, no era yo el malogrado Patrick Swayze ni de lejos- si pude deleitarme, tan cerca de ti como me hallaba, Ana, en contemplar cómo en puntas se te soliviantaban todos las franjas de la piel tuya que podía yo divisar, y en escuchar el hondo latido de tu cuerpo que otra instancia de tu cerebro embridaba, y el propio titubeo en marejada de tu interior respiración, como cuando buceamos en el mar.
      
     Bueno, eso ya era más de cuanto podía yo soñar, así es que, como continuaba siendo  invisible presencia, quise disfrutarme entonces en ver cómo vivías por fuera y en las alturas las réplicas de ese íntimo temblor. Ah, qué guapa estabas, Ana, si hubieras podido entonces verte, cómo ese  reprimido sofoco sazonaba y daba color de verdadera vida a tus mejillas, cómo incendiaba tus pómulos y alisaba las lineas maestras de tu frente, cómo se te disparaban tracas de pólvora por entre los ojos, cómo se te enrubiaba más y más el pelo. Pero como hablabas y hablabas sin parar, que casi era que allí canturreabas, de lo melodioso que discurría tu acento, esa agua tan dulce, como nadie, salvo el muá, podía allí encimar el rubor de tu piel, nada trascendía, y ese secreto que sólo tú –cierto que sumida en una tremenda confusión que no podías mostrar- y yo –en pleno disfrute aprovechado de la verdad del cacao maravillao- compartíamos, era, sin duda, de todo lo mejor.    
     Incluso una gota de sudor empezó a cuajársete por entre las sienes, presta a resbalar  sobre el desfiladero de tu mentón. Mas, apiadado un poco de ti, ahogando así un poco de paso  la mala conciencia que, aún siendo yo sólo un espíritu, también me tironeaba, soplé alrededor tuyo para disolverlo, soplé todo alrededor de tu pelo y de tu cuello, y de tu pecho, procurándote así, lo sé, lo noté, tan cerca de tí como estaba, el impagable alivio a tu acaloramiento. Como el espíritu de la peli esa, giré y giré en torno tuyo en las más inverosímiles posturas –beneficios intangibles del espíritu-,  contemplándote tan de cerca, desde tantos ángulos y tantas veces, como nunca pude imaginar.  Hum, qué gustazo tenerte a un palmo, poner mi oido al lado de tu boca mientras hablabas, y colocar luego mis labios incorpóreos al lado de tu oido, dejar ahí un suspiro, qué bien olía, a natural sudor de mujer intrigada, tu piel atezada, y que increíble que, aunque algo extraño notaras, nada quisieras con todo oponer.
     
      Fue justo entonces cuando, quizás abducida por toda aquella desconcertante y súbita experiencia, con la voz del todo doblegada por la turbación, dijiste al Presidente, y rápidamente creció en revuelo entre los escaños el abejorro de los murmullos, aquello de “pero la vida que le viene… tiene un montón de momentos, y agárrelos fuertemente, y lo va a disfrutar y se lo merece, se lo merece a nivel humano y a nivel personal…” , y no sé el Presidente, que se quedó un poco nota el pobre al escucharte, pero yo sí que lo entendí todo, pues era, sin tú poder saberlo, Ana,  de ti y de mí de quien hablabas, eran la relevante diputada nacional y el insignificante bloguero que esto escribe a quien te estabas refiriendo, porque así lo había querido el soberano capricho de un sueño, y más allá del mismo, el fantasmagórico proceso que desencadena la cosa ésta del Internete y tal, que sólo me quedaba ya, antes de despertar, besarte una vez más tus delicados piececitos, Ana Oramas.

miércoles, 20 de julio de 2011

Torrente era senador y, para más inri, socialista


     
      Sí, si, mucho forrarse a base de bien Segura, cardenal también de los Indignados, sirviéndose de una mofa de la más baja estofa de un imaginario policía facha, pero la cruda realidad demuestra que el verdadero Torrente era senador, y que era además –oh, San Pablo Iglesias mío- socialista. ¿Menguará en algo esa terca realidad la leyenda propagandística que acompaña a los aviesos fachas y a los filántropos socialistas? En nada, pues de mantener bien férrea esa ingeniería simbólica en las conciencias ya se ocupa el hegemónico mester de la Progresía –controlan la mayoría de los libros, de las pelis, de las canciones que se hacen- y su delicado encanto bienpensante. Mejor, mucho mejor entonces remirarle los ojos a Ana Oramas, que a este Torrente socialista. Sólo la lírica puede un poco salvarnos, lector, I promise you.   
     
      ¿Sería el ejemplar episodio del senador socialista liándola parda en el burdel parte de la catarata de orgasmos democráticos que Zerolo nos aventara al inicio de la legislatura? Quizás, quizás… quizás. El factótum del socialismo canario, Jerónimo Saavedra, en frase más propia de uno de esos estereotipados fachas que nos ponen en todas las películas y series, agarra, va y afirma que “no se puede reprochar a un político que celebre el fin de carrera de su hijo en un prostíbulo”. Como lo oyes, que es que los progresistas se atreven con todo. Le han hecho dimitir, pues hay comicios a la vista, pero en nada se le ha visto al progresista senador contrito y avergonzado. No finjamos, por otra parte, indignación: el senador Curbelo, -qué ojo el de quien lo eligió para tan alta magistratura- sus exabruptos portuarios, sus modales de matachín tabernario, su tan soez habla, su paranoia conspiranoica, el descontrol antisocial de su conducta, su bárbaro desparrame, esa calaña, en nada nos inmutan. Los pestilentes efluvios del buen Curbelo son la peculiar fragancia de aquestos Tiempos de la Mugre. Es seguro que en La Noria y el Sálvame se rifan ya al sucesor de  NachoPolo-NachoPolo.
     
      Qué fácil sería ahora relacionar el caso Curbelo-los orgasmos de Zerolo-las niñas que quieren ponerse tetas de la Aído-los talleres promasturbatorios de la junta extremeña y los videos porno para niños del tripartito catalán con Saló y los últimos ciento veinte días de Sodoma, todo en un ramillete de hojas putrefactas ahora que el zetapeísmo se desvanece en el fétido viento que le es propio.
     No merece la pena, lector. Recordar, sí, que Bibiana Aído, esa celosísima defensora de la dignidad de las mujeres, debió, nada más pisparse del “asunto Curbelo”, plantarse de oficio con cien miembras de las suyas a la entrada de la sauna de marras y blandir allí ante el energuménico senador unas bien afiladas tijeras a lo Lorena Bobbit. No para cortar ningún miembro, no, no para sancionar, como gritaban hace poco las feministas, lo que sin duda merecía una violación –y la prostitución, la esclavista trata que hay tras ella, en muchos casos lo es-, no, tijeras bibianas allí sólo para amedrentar un poco a la Bestia, a la senatorial Bestia, digamos. Dejarle al menos el número de aquel estelar invento bibiano, el “teléfono para hombres”, el que, como Aído dixit, “les ayude a canalizar su agresividad”. 420.000 euritos costó el telefonito de la esperanza bibiana. Hubiérase así redimido Aído del mal trago social que su “millonario” enchufe en la ONU a todos nos ha dejado. Y es que quizás en Aído retumbe el latido de un misterio más formidable aún que el del gomero senador desquiciado en el burdel.     
      
      Pero a uno -te lo confieso a ti, lector, que pese a todo me sigues, a quién si no- el torrente Curbelo y su caso le trajeron de nuevo a la memoria… a la impar Ana Oramas, la guapa e inteligente diputada, canaria como el buen Curbelo, de cuya adoración zetapeica el otro día hacíamos glosa aquí. Díjole entonces Ana, con indecible melancolía adherida al afortunado acento, al indiscutible Presidente: “usted y yo nos perdimos muchas cosas de las vidas de nuestros hijos…  -y aquí de golpe el tono se le tornó cantarín y ensoñador a Ana- …pero la vida que le viene ahora tiene un montón de momentos, y agárrelos fuertemente, y lo va a disfrutar y se lo merece, se lo merece a nivel humano y a nivel personal…”, y me dije, ostras, qué te apuestas que el tosco Curbelo estaba eso mismo escuchándole a Ana, y que, como delendum zapaterismus est, así y para sí mismo se tradujo él, como rijoso trasunto de burdel, la urgencia de vivir y de exprimir, y al lado del propio vástago, sangre de la propia sangre, claro, antes de que se vaya al garete todo, el esencial néctar de la vida. Y pensé luego, a lo Alberti, se equivocaba el buen Curbelo, se equivocaba. ¿A que sí, Ana?     

miércoles, 13 de julio de 2011

Adoración zetapeica de Ana Oramas

     
     


     Que hace tres años Víctor M, cuando el tsunami del desempleo y la desesperanza colectivas no había aún estallado, reclinara el rostro sobre el Amado, aunque pelín obscena la pose, tiene un pase. Do ut des, claro. Que en pleno debate sobre el pésimo Estado de la Nación quien en pública sesión deje todo su cuidado olvidado en la platónica y gratuita Adoración del presidente forzado incluso por los suyos a darse el bote resulte ser una diputada de la oposición, no sabe uno si resulta más arrebatador que pornográfico. Ni en Lo que el Viento se llevó alcanzáronse cotas de tal frenesí en el arrobamiento sentimental. Ana Oramas O’Hara, sí, que, en medio del general y devastador incendio, ardía ella también en ansias inflamada desde el estrado ante su Rhett Butler particular,  que es que flipaba el hombre ante el público derretirse de la diputada opositora. Ni la presencia de la legítima del galán en el graderío del Congreso detuvo la oramástica delicuescencia.
     Emplazo a quien pueda hallar en algún otro tiempo y lugar para similares circunstancias ejemplo de una desbordada ternura semejante. Ya podrá Rajoy solucionar el paro y la ruina de España, y hasta hacer el mundo entero justo y benéfico por sus cinco continentes, que por jamás de los jamases ni entre las suyas propias levantaría una diatriba de amorosa rendición comparable a la que el otro día Ana Oramas a Zapatero dedicó. Rompía de cuajo la declaración de la canaria la más elemental lógica de las funciones parlamentarias, y lo que tuvo de descontroladísima efusión la escena al observador desapasionado  deja atónito, apenas con un hilo aún en la voz para preguntar con mal disimulada envidia al –ahora sí que sí- indiscutible Presidente: ¿pero qué las das, so truhán, qué tú las das?
     
      Por eso, lector mío, si tienes tiempo y me tienes ley, apártalo todo –y si no ahora mismo, cualquier noche de éstas, fotocópiame, y bajo el imperio supremo de las estrellas y el pulso distinto que las noches de verano imprimen a los seres, sácame así a pasear- y recrea y revive a mi lado toda la extensión que el episodio de Ana Oramas merece, pues son los desaforados cataclismos sentimentales y los enloquecedores desvaríos del corazón  alimentos imprescindibles para que de verdad merezca la vida ser vivida y sentir de paso, al participar de los mismos, más engrandecida y conmovida la tantas veces pueril existencia propia.
     
      “Hemos compartido momentos difíciles… (con la voz algo tomada ya por la emoción arrancaba la portavoz de Coalición Canaria el último tramo de su parlamento sobre el Estado de la Nación, y sobresale ya ahí, en efecto, esa súbita confusión de planos, ese círculo exclusivo y vinculante que en pie de igualdad la oradora establece entre la persona, más que el cargo, del presidente y ella misma, sólo entre ellos dos solos y ya como a solas, precisamente basado ese círculo en lo que más puede unir a las personas, el compartir, y no cualquier cosa, sino justamente el haber vivido juntos peripecias atravesadas de dificultad, esos “momentos difíciles”; no estamos ya, pues, ante una simple portavoz de un minúsculo grupo con una valoración política, más bien ante la personal evocación de misteriosas aventuras compartidas que los dos conocen y que en ambos dejaron huella cómplice y que al resto nos vedan) ...y usted puede mirar a los ojos de los españoles, puede mirar a los ojos de su padre, que lo vimos ayer muy orgulloso de usted y de sus hijas (sorprende de nuevo el vertiginoso tobogán deslizado de golpe entre los españoles, de un lado, y el padre y las hijas del presidente de otro, a todos los cuales, tanto a la familia como a los gobernados, en lo privado y en lo público pues, la oradora considera que puede Él, más que rendirles cuentas, mirarles a los ojos, supremo acto íntimo éste donde los haya, y sobre todo sorprende el privilegiado e insólito lugar que en el discurso quiere arrogarse la oradora, como si fuera ella instancia decisiva y legitimante, portadora de Razón, portavoz tanto de los españoles en general, como de la propia familia del presidente en particular, con la chocante excepción de la ninguneada esposa, afirmando la portavoz por su cuenta el “orgullo” del propio padre del presidente y sin recatarse incluso en sacar a escena parlamentaria lo que a toda costa el mismo Zapatero, por ser particularmente espinoso para él, ha tratado de blindar en todos los medios, la persona de sus hijas) … y yo en su despacho una vez, porque yo tengo una hija de 16 años, y usted también, y siempre, y que los demás no se rían (y en ese descontrol inconexo y algo balbuciente asoma un idéntico descontrol emocional, como si algo se le removiera por dentro y pugnara por abrirse paso entre el fielato del consciente, qué significan esa insistencia en el “yo” y el “usted”, de un lado, y “los demás” de otro, de nuevo una frontera que a ellos solos aísla y que pone al resto extramuros de ese mundo particular, digan los demás lo que digan, bueno, eso, que los demás no se rían, y ahí la voz se le trastueca a Ana, el propio pudor le rompe su modulación natural, le ruboriza un poco la voz, como si un íntimo afecto que quizás un poco le sonroje contagiase sus palabras, como si los murmullos que su tono de ron y miel está entre los escaños levantando, risas según ella, no consiguieran del todo avergonzarla más que por un instante la voz) … yo creo que los trabajos en la política más duros que hay en este país es ser alcalde y presidente del gobierno de España, porque se es alcalde y presidente 24 horas al día y siete días a la semana y en temas que afectan a los ciudadanos, y se queda la familia y muchas cosas por el camino… (y como sabemos que Ana fue alcaldesa, por más que el símil de los cargos propuesto sea atrevido y absurdo, como el mismo Amor, comprobamos cómo continua operando en la oradora  ese paulatino proceso de equiparación simbólica y de aproximación e identificación sobre todo emocionales hacia el Presidente, igualándose humanamente a él en el sufrimiento y en el sacrificio personal que la responsabilidad acarrea, compartiéndolos y haciéndolos suyos así con él) … y recuerdo la primera conversación con usted y yo hablando de nuestras hijas, que tienen más o menos la misma edad, y yo le decía lo que significó para mí que mi hija con ocho años me dijera mamá quién es más importante el Ayuntamiento o yo, yo le dije yo te quiero mi amor, dice, no te estoy preguntando eso, y la niña con ocho años tenía razón, usted y yo nos perdimos muchas cosas de la vida de nuestros hijos (y de nuevo en la tribuna parlamentaria del Estado de la Nación hirviendo la personalísima evocación, con ánimo balsámico hacia el Presidente in traslation, María Magdalena de las Islas Afortunadas,  de un intenso recuerdo teñido de rebosante afectividad, esa primera conversación, igual que los novios rememoran siempre su primera cita, y para ser la primera, la fuerza de esa confidencia tan íntima, compartiendo de primeras dadas nada menos que el dolor que siente una hija relegada, yo te quiero mi amor, y aquí Ana desbarra un poco, es como si el inconsciente se le explayara ahora por territorios del son del culebrón, y sugiere así ella como si otro tanto le hubiera ocurrido al presidente, y así se lo hubieran mutuamente confiado, para volver a tomar pie de nuevo sobre esa mutua y exclusiva melancolía del “usted y yo nos perdimos muchas cosas”, uff, qué feeling entre portavoz y presidente, con la de tareas incontables que a diario deben abrumarles, y luego dicen que es inhumana la Política.) …pero la vida que le viene ahora tiene un montón de momentos, y agárrelos fuertemente, y lo va a disfrutar y se lo merece, se lo merece a nivel humano y a nivel personal… (y es sobre todo, aparte de la confusión de niveles, esos pasos a nivel que Ana emocionada va deslizando, que se transparenta la emoción en el dulzón deje que vibra ahora un poco, en esos ojos que echan chispas, que proyectan hacia el sillón azul chiribitas, en esas medias sonrisas obsequiosas, es, digo, la insólita aproximación simbólica de la diputada a la más inmediata intimidad del presidente lo que maravilla, y la que le permite, sintiéndose en posesión de confianza suficiente para ello, regalarle esenciales consejos de vida desde una cercanía humana ardientemente sentida y sancionarlos ella misma como merecidos de verdad) “…y le digo una cosa, no es infalible, ¿eh?... (y en ese ¿eh?, un punto desacompasado y altisonante, reverbera la marejada sentimental que la oradora está experimentando, temblor de Ana Oramas que ahora nos trae a la memoria a una rediviva Ana Ozores ante Álvaro de Mesía en “La Regenta”) …pero usted puede mirar a los ojos a todos los españoles… porque ha trabajado por ellos y también por los canarios, muchas gracias (y regresa al final Oramas al principio, a la esencial mirada a los ojos, esto es,  a cerrar ese insólito círculo admirativo que ella solita en nombre de todos los españoles, acaso algo fuera de sí, sentencia).
     Tan entregada vióse a Ana Oramas a la alabanza del presidente, en una forma tan  incomprensible para lo que allí les reunía, que alguien incluso se malició que éste, como el mítico Clark Gable, pudiera subirse al estrado y replicarle el legendario “francamente, querida, me importa un bledo” que al final de Lo que el Viento se llevó le espetaba aquel a la O’ Hara. Quizás Bono, tan al loro siempre de todo lo en verdad importante, como hípico caballero sudista, hubiera debido ordenarle a un ujier que al menos por la megafonía hubieran atronado entonces aquellos inolvidable sones del Gone with de wind.  Tan-tan-tatán, tan-tan…tatán.
   
      Post-post: ahora mismito caigo yo, la nada interbloguera que uno es, quiero decir,  en que también el muá, como el Presidente y como Ana Oramas, tiene un vástago de dieciséis abriles, que también yo como ellos me perdí muchas cosas de la vida de mío figlio, y aunque fuera ello por culpa de desempeños mucho menos filantrópicos y abnegados que los suyos, también me aplico yo el cuento de Ana Oramas, ese de fuertemente agarrar la vida que ahora me viene, que creo que también un poco lo merezco, así que muchas gracias a vos, Ana, y si por milagro d´amore a Usted llegan estas lineas, nada, decirle que tengo yo un tomo de románticos relatos que son los pobres islas desafortunadas que por ningún modo encuentran edición, de suerte que quizás usted, con el desmedido corazón que Vos a las cosas le ponéis, quizás pudiera usted digo …pues eso, que beso yo mucho siempre sus canarios pies, Ana.