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martes, 25 de diciembre de 2018

Sobre "El tamborilero"



 25-12-2018. FELIZ NAVIDAD, AMIGOS, DE PARTE DE ESTE ESCRITOR: "SOBRE EL TAMBORILERO"

 He brujuleado en el Internet hasta dar con que se inspira el Tamborilero en un tradicional villancico checo medieval, otros dicen que francés, y sobre todo, con que la letra de la versión española es obra del letrista, adaptador y poeta Manuel Clavero, hijo en realidad del grandioso maestro Quiroga, autor de tantas indelebles letras de la copla española. Y este rarísimo prodigio de hermosura y acendrado sentimiento que el hijo de Quiroga dio a luz, -tan lejos del tétrico tambor de hojalata y de su más tétrico tañedor que luego Grass novelara- quisiera yo ahora recrear –y hasta susurrarte en la distancia si es posible- aquí:

El camino que lleva a Belén

baja hasta el valle que la nieve cubrió,

los pastorcillos quieren ver a su rey,
le traen regalos en su humilde zurrón
ropopom pom ropopom pom
Ha nacido en un portal de Belén
el niño Dios
ropopom pom ropopom pom

(Ahí lo tenemos delante, el camino que ya nos lleva, tomémoslo con el candor despojado de toda ansia que el mismo nos pide, que es descenso –y no por tanto escalada hacia las alturas, esas que dominan siempre los halcones Amos del Mundo- por un valle que la nieve de plena blancura todo engalanó, que nos contagia y viste así de su misma inocencia, que somos ya pastorcillos –niños humildes de esa tierra pura con escaso ganado a su mando al que ahora abandonan- y “queremos ver” a nuestro rey –he ahí la dimensión volitiva y visual, no abstracta, que nos pone en marcha y nos guía, el querer tener delante de los ojos de uno la increíble donosura indefensa de un recién nacido… al que regalar, (regalar es también un poco religar, creación de vínculo, religión) a quien darle sin cálculo alguno y de corazón algo nuestro, por más que tan poco tengamos, algo que quepa en nuestro zurrón... y cómo se anticipan y resuenan ya por el camino, alegrándolo en medio del frío, los ecos de un tambor, esa musical percusión que retumba suave y misteriosa al ritmo de nuestros corazones, ropopom, pom, también como las campanadas de un reloj que diera una hora nueva, pom, pom) .
Yo quisiera poner a tus pies

algún presente que te agrade, Señor,

más tú ya sabes que soy pobre también
y no poseo más que un viejo tambor,
ropopom, pom, ropopom, pom.
En tu honor frente al Portal tocaré
con mi tambor

( Que se singulariza y se hace carne ya, de entre todos los que caminan, ese pastorcito único, cobra vida singular la luz de su ilusión, hermosísimo el subjuntivo ese, “yo quisiera”, sí, Señor, te daría yo lo que fuera que a ti gustara, más bonito dicho aún, que fuera de tu agrado, qué precioso el gesto, ese poner a tus pies un “presente” –el regalo hecho así Tiempo actual y vivo-, que a tus pies me pongo así yo también en tu presencia, Señor mío, pero sabes, pues eres tú Dios, que como tú soy pobre, que, pastor sin oveja alguna, como el mismo recién nacido, no poseo más que un tambor, que es viejo, claro, de mi padre heredado, seguro, nada más que el tambor que aprendí a tocar tengo, humilde zurrón y viejo tambor son los objetos que me definen, poco más que el latido de ese tambor soy, el tamborilero, y entonces… lo único y al tiempo lo mejor que puedo hacer haré, mi decisión a pesar de todo, ésta es mi voluntad afirmándose, sí, Rey mío, tocaré por ti, tocaré para ti, pondré mi único y más preciado don al servicio de la alegría de tu nacimiento, así que ahora con más resolución hago sonar mi tambor, es decir, más presente yo mismo me hago con mi arte.)
El camino que lleva a Belén

yo voy marcando con mi viejo tambor

nada mejor hay que te pueda ofrecer,
su ronco acento es un canto de amor
ropopom pom ropopom pom
Cuando Dios me vio tocando ante él
me sonrió
ropopom pom
ropopom pom
ropopom pom
ropopom pom.

(Aquí tienes mi viejo tambor, Señor, aquí me tienes, aquí me doy, no hay mejor ofrenda que pueda yo darte, que es su acento ronco –tosco, bronco si quieres, acaso algo áspero, lo que corresponde a la pobreza y al despojamiento último y verdadero- ,ronco, sí, pero transfigurado ahora por la desprendida donación, por la maravilla que también el arte despliega, en lo que viene al cabo a ser su decisiva música, canto de amor, canción y cadencia de entrega total, tómalo, escúchalo Dios mío, y aquí el autor nos pone en el clímax del sentimiento altruista, ¿qué pasará?, pone uno lo mejor de sí, pero, ¿cómo se entenderá? ¿cómo recibirá la divinidad el ruidoso atrevimiento?, y entonces el Dios recién nacido… le ¡sonríe! al pastorcito –y qué mejor expresión de agrado y a la vez de caricia y de ternura recíprocas puede imaginarse que el regalo de la sonrisa de un recién nacido, ¿cuándo en su vida volveremos a ver sonreír a ese Dios?, ¿nos damos cuenta de que, antes incluso que arriben los magos de Oriente, el niño Dios a otro niño con un tambor le ha sonreído, calibramos el tesoro incalculable de ese gesto?- y con qué pudor contada ahora la acción en tiempo pasado, ya transcurrido y vivido, ofrecido en distancia así; el niño del portal sonríe –y a la vez diríase que el valle entero, hasta el mismo Dios de las alturas que todo lo ve le sonríe al pastorcito- y con él a nosotros, en catarsis liberadora, nos rueda entremezclada con la sonrisa una lágrima, al compás de ese tambor estremecido de emoción en aquel remoto portal, ropopom, pom, tócalo otra vez, pastorcito, cántalo de nuevo, Raphael, como tú solo sabes, anda.)

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Salvar al soldado Raphael


FELIZ NAVIDAD, SEÑORES LECTORES

   Mira que se empeña Raphel en hacérsenos odioso, a cada año más barroco loco que el anterior, más la incalificable escarchadura gagá que con el spot de la Lotería en éste del 13 nos endiñó, madre del Raphael repelente, qué purgante. Suerte que al menos era "en compañía de otros" . Pues bien, lector, te propongo yo, si has tenido a bien en el día de hoy recalar aquí, rescatar al que a mí me gusta, el que yo miro y admiro.

   Y eso que no me gusta del todo oída en un Especial televisivo, inscrita en una escenografía aparatosa, de luces y destellos y humos tan desorbitados, que es un es-cán-da-lo, más los muy empalagosos jeribeques y alifafes que el rococó Raphael le pone al villancico para casi echarlo a perder de tanto merengue sobreañadido. Me conmueve de verdad cuando se la oigo a Raphael…  cuando no era del todo Raphael, -creo que me entiendes- y la música y la letra y la voz, desnudas y acopladas en comunión suma las tres, brillan de verdad con su callada y esencial belleza. 
      
     He brujuleado en el Internete hasta dar con que se inspira el Tamborilero en un tradicional villancico checo medieval, otros dicen que francés, y sobre todo, con que la letra de la versión española es obra del letrista, adaptador y poeta Manuel Clavero, hijo en realidad del grandioso maestro Quiroga, autor de tantas indelebles letras de la copla española. Y este rarísimo prodigio de hermosura y acendrado sentimiento que el hijo de Quiroga dio a luz, -tan lejos del tétrico tambor de hojalata y de su más tétrico tañedor que luego Grass novelara-  quisiera yo ahora recrear –y hasta susurrarte en la distancia si es posible- aquí:

El camino que lleva a Belén
baja hasta el valle que la nieve cubrió,
los pastorcillos quieren ver a su rey,
le traen regalos en su humilde zurrón
ropopom pom ropopom pom
Ha nacido en un portal de Belén
el niño Dios
ropopom pom ropopom pom

     (Ahí lo tenemos delante, el camino que ya nos lleva, tomémoslo con el candor despojado de toda ansia que el mismo nos pide, que es  descenso –y no por tanto escalada hacia las alturas, esas que dominan siempre los halcones amos del Mundo-  por un valle que la nieve de plena blancura todo engalanó, que nos contagia y viste así de su misma inocencia, que somos ya pastorcillos –niños humildes de esa tierra pura con escaso ganado a su mando al que ahora abandonan- y “queremos ver” a nuestro rey –he ahí la dimensión volitiva y visual, no abstracta, que nos pone en marcha y nos guía, el querer tener delante de los ojos de uno la increíble donosura indefensa de un recién nacido… al que regalar, (regalar es también un poco religar, creación de vínculo, religión) a quien darle, sin cálculo alguno y de corazón, algo nuestro, por más que tan poco tengamos, algo que quepa en nuestro zurrón, y cómo se anticipan y resuenan ya por el camino, alegrándolo en medio del frío, los ecos de un tambor, esa musical percusión que retumba suave y misteriosa al ritmo de nuestros corazones, ropopom, pom, también como las campanadas de un reloj que diera una hora nueva, pom, pom) .

Yo quisiera poner a tus pies
algún presente que te agrade, Señor,
más tú ya sabes que soy pobre también
y no poseo más que un viejo tambor,
ropopom, pom, ropopom, pom.
En tu honor frente al Portal tocaré
con mi tambor

(y se singulariza y se hace carne ya, de entre todos los que caminan, ese pastorcito único, cobra vida singular la luz de su ilusión, hermosísimo el subjuntivo ese, “yo quisiera”, sí, Señor, te daría yo lo que fuera que a ti gustara, más bonito dicho aún, que fuera de tu agrado, qué precioso el gesto, ese poner a tus pies un “presente” –el regalo hecho así Tiempo actual y vivo-, que a tus pies me pongo así yo también en tu presencia, Señor mío, pero sabes, pues eres tú Dios, que como tú soy pobre, que, pastor sin oveja alguna, como el mismo recién nacido, no poseo más que un tambor, que es viejo, claro, de mi padre heredado, seguro, nada más que el tambor que aprendí a tocar tengo, humilde zurrón y viejo tambor, los objetos que me definen, poco más que el latido de ese tambor soy, el tamborilero,  y entonces… lo único y al tiempo lo mejor que puedo hacer haré, mi decisión a pesar de todo, ésta es mi voluntad afirmándose, sí, rey mío, tocaré por ti, tocaré para ti, pondré mi único y más preciado don al servicio de la alegría de tu nacimiento, así que ahora con más resolución hago sonar mi tambor, es decir, más presente yo mismo me hago con mi arte.)
El camino que lleva a Belén
yo voy marcando con mi viejo tambor
nada mejor hay que te pueda ofrecer,
su ronco acento es un canto de amor
ropopom pom ropopom pom
Cuando Dios me vio tocando ante él
me sonrió
ropopom pom
ropopom pom
ropopom pom
ropopom pom.

(aquí tienes mi viejo tambor, Señor, aquí me tienes, aquí me doy, no hay mejor ofrenda que pueda yo darte, que es su acento ronco –tosco, bronco si quieres, acaso algo áspero, lo que corresponde a la pobreza y al despojamiento último y verdadero- , ronco, sí, pero transfigurado ahora, por la desprendida donación, por la maravilla que también el arte despliega, en lo que viene al cabo a ser su decisiva música, canto de amor, canción y cadencia de entrega total, tómalo, escúchalo Dios mío, y aquí el autor nos pone en el clímax del sentimiento altruista, ¿qué pasará?, pone uno lo mejor de sí, pero, ¿cómo se entenderá? ¿cómo recibirá la divinidad el ruidoso atrevimiento?, y entonces el Dios recién nacido… le ¡sonríe! al pastorcito   –y qué mejor expresión de agrado y a la vez de caricia y de ternura recíprocas puede imaginarse que el regalo de la sonrisa de un recién nacido, ¿cuándo en su vida volveremos a ver sonreír a ese Dios?, ¿nos damos cuenta de que, antes incluso que arriben los magos de Oriente,  el niño Dios a otro niño con un tambor le ha sonreído, calibramos el tesoro incalculable de ese gesto?- y con qué pudor contada ahora la acción en tiempo pasado, ya transcurrido y vivido, ofrecido en distancia así; el niño del portal sonríe –y a la vez diríase que el valle entero, hasta el mismo Dios de las alturas que todo lo ve le sonríe al pastorcito- y con él a nosotros, en catarsis liberadora, nos rueda entremezclada con la sonrisa una lágrima, al compás de ese tambor estremecido de emoción en aquel remoto portal, ropopom, pom, tócalo otra vez, pastorcito, cántalo de nuevo, Raphael, como tú solo sabes, anda) 

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Raphael, El tamborilero, yo mismo

     
     ¿Sabes? Es como si, una vez abierta la espita de las confesiones más vergonzosas,  habiéndose deslizado ya uno por esa pendiente, que en estas fechas sólo puede ser de una nieve inmaculada, -y la nieve siempre lo es- apetece, ya puestos, no cerrarla tan pronto y hundirse un poco en el júbilo näif de la misma, antes de volver a colocarse la avinagrada máscara de todo el año.
     Por motivos que no vienen ahora al caso explicar, carezco de una formación religiosa digna de ser considerada tal. Eso hace que no pueda uno, por más que a veces con la intuición ciega lo deseara, “entrar” del todo en el misterio religioso. A pesar de ello, desde la primera vez que siendo niño un día yo lo pude escuchar, siempre el villancico de “El tamborilero”, si lo escucho a solas y con los ojos cerrados, me arrebata el ánimo hasta el borde de las lágrimas. Es una canción preciosa, una música humilde y una letra inmejorable en su aparente sencillez, que  hacen latir y batir con fuerza –y con ecos de tambor, claro- el mío corazón.
    
      La Noche Buena pasada, antes del parchís azul que ya conté, pensaba en esto también viendo, con el famoso rabillo del ojo mío, el finisecular programa de canciones que en la TVE1 dedicaban a Raphael. En un momento vi cómo salía él a canturrear en compañía  de su propio hijo, que si joven el hijo, jovencísimo parecía a su lado el padre, que lo liaba todo un poco con su… “afán de protagonismo” –que, aspirando algunas consonantes, diría su hoy Bonísimo consuegro-, empezando por el raro prodigio allí visto, de que, siendo el hijo poco más que un adolescente como digo, apuntaban ya en su cabeza los signos externos de una pronta alopecia, -mi solidarité, mon  amí- al tiempo que el padre, un abuelo por edad, lucía un melenón como una selva entera sobre el melón, que ni los Who en el año de gracia de Woodstock. En fin, el signo de estos raros tiempos, me dije, y suspiraba yo porque, como cada año, cantara por fin el Tamborilero.
     Y eso que no me gusta del todo oída en ese Especial, inscrita en esa escenografía aparatosa, de luces y destellos y humos tan desorbitados, que es un es-cán-da-lo, más los muy empalagosos jeribeques y alifafes que el rococó Raphael le pone al villancico para casi echarlo a perder de tanto merengue sobreañadido. Me conmueve de verdad cuando se la oigo a Raphael…  cuando no era del todo Raphael, -creo que me entiendes- y la música y la letra y la voz, desnudas y acopladas en comunión suma las tres, brillan de verdad con su callada y esencial belleza. 
      
     He brujuleado en el Internete hasta dar con que se inspira el Tamborilero en un tradicional villancico checo medieval, otros dicen que francés, y sobre todo, con que la letra de la versión española es obra del letrista, adaptador y poeta Manuel Clavero, hijo en realidad del grandioso maestro Quiroga, autor de tantas indelebles letras de la copla española. Y este rarísimo prodigio de hermosura y acendrado sentimiento que el hijo de Quiroga dio a luz, -tan lejos del tétrico tambor de hojalata y de su más tétrico tañedor que luego Grass novelara-  quisiera yo ahora recrear –y hasta susurrarte en la distancia si es posible- aquí:

El camino que lleva a Belén
baja hasta el valle que la nieve cubrió,
los pastorcillos quieren ver a su rey,
le traen regalos en su humilde zurrón
ropopom pom ropopom pom
Ha nacido en un portal de Belén
el niño Dios
ropopom pom ropopom pom

     (Ahí lo tenemos delante, el camino que ya nos lleva, tomémoslo con el candor despojado de toda ansia que el mismo nos pide, que es  descenso –y no por tanto escalada hacia las alturas, esas que dominan siempre los halcones amos del Mundo-  por un valle que la nieve de plena blancura todo engalanó, que nos contagia y viste así de su misma inocencia, que somos ya pastorcillos –niños humildes de esa tierra pura con escaso ganado a su mando al que ahora abandonan- y “queremos ver” a nuestro rey –he ahí la dimensión volitiva y visual, no abstracta, que nos pone en marcha y nos guía, el querer tener delante de los ojos de uno –sólo vivo por VERTE le decía ayer Ángela (María) a Camilo (Jesús)- la increíble donosura indefensa de un recién nacido… al que regalar, (regalar es también un poco religar, creación de vínculo, religión) a quien darle, sin cálculo alguno y de corazón, algo nuestro, por más que tan poco tengamos, algo que quepa en nuestro zurrón, y cómo se anticipan y resuenan ya por el camino, alegrándolo en medio del frío, los ecos de un tambor, esa musical percusión que retumba suave y misteriosa al ritmo de nuestros corazones, ropopom, pom, también como las campanadas de un reloj que diera una hora nueva, pom, pom) .

Yo quisiera poner a tus pies
algún presente que te agrade, Señor,
más tú ya sabes que soy pobre también
y no poseo más que un viejo tambor,
ropopom, pom, ropopom, pom.
En tu honor frente al Portal tocaré
con mi tambor

(y se singulariza y se hace carne ya, de entre todos los que caminan, ese pastorcito único, cobra vida singular la luz de su ilusión, hermosísimo el subjuntivo ese, “yo quisiera”, sí, Señor, te daría yo lo que fuera que a ti gustara, más bonito dicho aún, que fuera de tu agrado, qué precioso el gesto, ese poner a tus pies un “presente” –el regalo hecho así Tiempo actual y vivo-, que a tus pies me pongo así yo también en tu presencia, Señor mío, pero sabes, pues eres tú Dios, que como tú soy pobre, que, pastor sin oveja alguna, como el mismo recién nacido, no poseo más que un tambor, que es viejo, claro, de mi padre heredado, seguro, nada más que el tambor que aprendí a tocar tengo, humilde zurrón y viejo tambor, los objetos que me definen, poco más que el latido de ese tambor soy, el tamborilero,  y entonces… lo único y al tiempo lo mejor que puedo hacer haré, mi decisión a pesar de todo, ésta es mi voluntad afirmándose, sí, rey mío, tocaré por ti, tocaré para ti, pondré mi único y más preciado don al servicio de la alegría de tu nacimiento, así que ahora con más resolución hago sonar mi tambor, es decir, más presente yo mismo me hago con mi arte.)
El camino que lleva a Belén
yo voy marcando con mi viejo tambor
nada mejor hay que te pueda ofrecer,
su ronco acento es un canto de amor
ropopom pom ropopom pom
Cuando Dios me vio tocando ante él
me sonrió
ropopom pom
ropopom pom
ropopom pom
ropopom pom.

(aquí tienes mi viejo tambor, Señor, aquí me tienes, aquí me doy, no hay mejor ofrenda que pueda yo darte, que es su acento ronco –tosco, bronco si quieres, acaso algo áspero, lo que corresponde a la pobreza y al despojamiento último y verdadero- , ronco, sí, pero transfigurado ahora, por la desprendida donación, por la maravilla que también el arte despliega, en lo que viene al cabo a ser su decisiva música, canto de amor, canción y cadencia de entrega total, tómalo, escúchalo Dios mío, y aquí el autor nos pone en el clímax del sentimiento altruista, ¿qué pasará?, pone uno lo mejor de sí, pero, ¿cómo se entenderá? ¿cómo recibirá la divinidad el ruidoso atrevimiento?, y entonces el Dios recién nacido… le ¡sonríe! al pastorcito   –y qué mejor expresión de agrado y a la vez de caricia y de ternura recíprocas puede imaginarse que el regalo de la sonrisa de un recién nacido, ¿cuándo en su vida volveremos a ver sonreír a ese Dios?, ¿nos damos cuenta de que, antes incluso que arriben los magos de Oriente,  el niño Dios a otro niño con un tambor le ha sonreído, calibramos el tesoro incalculable de ese gesto?- y con qué pudor contada ahora la acción en tiempo pasado, ya transcurrido y vivido, ofrecido en distancia así; el niño del portal sonríe –y a la vez diríase que el valle entero, hasta el mismo Dios de las alturas que todo lo ve le sonríe al pastorcito- y con él a nosotros, en catarsis liberadora, nos rueda entremezclada con la sonrisa una lágrima, al compás de ese tambor estremecido de emoción en aquel remoto portal, ropopom, pom, tócalo otra vez, pastorcito, cántalo de nuevo, Raphael, como tú solo sabes, anda)