Asistíamos a la escuetísima abdicación del Rey. Sin apenas palabras, con los mínimos gestos al desnudo, acaso
por ellos cargados los mismos de una más concentrada emoción, como en las
mejores películas del esencial cine mudo: el abrazo, cabeza con cabeza, entre
padre e hijo, el beso sobre la mejilla de la madre, la fiel atención de la
esposa, el candor de las niñas, la cesión de la silla principal. Entonces
sucedió.
Acudía la guapa princesita, Princesa
ya, a cumplimentar a su abuelo, al Rey gigante,
el Rey cazaosos, el rey mataelefantes, el formidable monarca que también tumbó
el monstruo del anterior Régimen, el que condujo a la nación hacia la
convivencia pacífica y la libertad sin ira, el Rey que habiéndolo sido todo… en
ese momento era poco más que un abuelo cesante. Y el Rey que ya no era Rey, averiado por el Tiempo y las operaciones,
en presencia de aquella graciosa inocencia, de esa pureza rubia y candeal que
le mostraba cariño, trastabilló, se tambaleó… acabó por caer contra la silla
que tenía tras él. Lejos de alarmarse, de espantarse o de amedrentarse ante el
desmoronamiento físico del Rey, quizás trasunto del anímico, ante la brusca
intromisión de lo fatal e inesperado en el protocolo que allí les traía, en
todo el difícil momento, y con asombrosa
naturalidad y aplomo, no dejó la Princesa
la compañía del abuelo demediado, auxiliándolo incluso con, insólitos por
sabios, gestos apaciguadores.
La grácil desenvoltura de la princesita allí, esa alada soltura ante el
Superhombre, un instante antes temible y de golpe viejo, torpón y atornillado
por la enfermedad y la cesantía, ese fulminante contraste de edades y vidas
recordaban, sí, aquellas luminosas y aurorales imágenes de Frankestein y la niña al lado del río, símbolo éste de la vida que
no se detiene.
Y ese delicado e imprevisto momento a todos nos arrebató un poco, sin
necesidad de ser monárquicos doctrinarios, y es porque entonces se abrieron
paso en cuantos lo vieron sentimientos universales y grandiosos, en los que la
mayoría de los humanos nos reconocemos, esos que el mejor cine ensalza y
condensa como el gran arte que es.
(Iba a añadir, lector, algún denuesto
contra el economista separatista Martín
i Sala que, siendo él Premio Rey Juan Carlos, afrentó a la princesita el
otro día poniéndonosla –¡ya hay que tener sucia la imaginación!- como “la niña del exorcista”… pero para qué,
si él solito en su grosería debe sentir ya, de ser persona, asco de sí mismo.)
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
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“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones
del mundo” (Pessoa)
2 comentarios:
Precioso apunte. Y sí, la pequeña Princesa estuvo muy a la altura. Su gesto demostró que, por encima de la imagen algo forzada de una jovencísima Heredera de la Corona, es también una niña dulce y educada que, como tantas otras niñas de su edad, respeta y quiere a su abuelo.
-La Pecera: coincidimos. Gracias, amigo
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