Imposible olvidar a Gregorio Ordóñez, imposible olvidar su arrojo, imposible olvidar todo lo que a él y a los íntimos suyos todos debemos. Aunque de poco sirva mi escritura, aunque no pueda devolvernos nunca la estampa viva de su bravura, tan descomunal y homérica que ni las más certeras palabras podrían jamás apresarla, imposible olvidar al Héroe. Le leí hace poco a Woody Allen una frase acerca de que, más que en el corazón y en el alma de las generaciones venideras, preferiría él vivir en su propio apartamento. Sí, vale, es una broma cínica, que finge desconocer la más elevada dimensión de sacrificio que el valor de un hombre, superior y mejor por ello que el resto, puede arrostrar. Se insiste mucho hoy en la básica igualdad de todos los hombres: ¿Y un mismo género constituye a Gregorio y a Txapote? ¿Atesoran acaso idéntica dignidad la plena alegría de vivir libre y el torvo y purulento odio? Permítanme dudarlo, pues hasta repugna escribir juntos esos dos nombres. Qué tiempos estos, centrifugados como vamos todos y a rastras de la epiléptica vomitona incesante de noticias que lo que sólo hacen es robarnos la memoria y la inteligencia, incapaces de separar el grano de la paja, ciegos y sordos a la semilla y a las más esenciales gestas que nos mantienen en pie.
Soñaba Gregorio con una plaza de toros para su ciudad. Y qué elocuente era ese dorado sueño: como un torero de la libertad, con su flequillo rebelde, a pecho descubierto y sin engaño, armado con la palabra sólo, cuando a todo el mundo le temblaban las canillas, delante de los hocicos del bárbaro Minotauro él mismo se plantó. Hay en el toro una nobleza que las alimañas etarras jamás conocerán y había algo en Gregorio, siendo tan donostiarra, de radiante maletilla cordobés, intrépido de luz y desparpajo ante los bufidos siniestros de la terrorífica Bestia. Era tan arrolladora y chispeante su figura, que a los mismos tendidos atenazados por el miedo, alcanzaba y contagiaba el rompiente de su ilusión indómita. Qué murallones de terror no derribaba el sólo carisma de su coraje ¿Qué podía hacer un simple joven, diminuto y solo, tan solo, ante el ciclópeo Monstruo y sus zarpazos de muerte?
Consiguió que fuera una vez la suya, en el más aterrador de los ambientes imaginables, -te quemaban el coche, te amenazaban de muerte, se concentraban ante tu domicilio coreándote encima de ¡asesino!, se mofaban de las víctimas- la lista más votada de la ciudad. Algo que las podridas meninges de los criminales y de otros nacionalistas un poco menos salvajes, no podían literalmente soportar. Por eso le asesinaron mientras comía, por eso destrozaron con saña su tumba muchas veces, como si mil veces quisiese la cobardía afirmarse en su vileza más atroz, como si a las ratas descompusiera el simple recuerdo tanta hombría.
Eligió Gregorio, no de boquilla sino de verdad, no vivir de rodillas en su tierra ante la barbarie. La espita que su hazaña abrió, todo lo extraordinario que en Gregorio rebosaba, convoca por sí sólo a lo más alto. Soñándolo él nos hizo y nos hace soñar a todos con abrir de par en par el portón de la libertad, con la promesa en él anunciada de un vendaval de libertad en el País Vasco, es decir, en España.
En la Historia de España está, al lado de los mejores de sus mujeres y de sus hombres, en una de sus más conmovedoras páginas. Si Manrique, si Garcilaso, si Lope, si Cervantes, si Quevedo, si Galdós aquí estuvieran, sin duda a Gregorio rendirían el más acabado de sus tributos. Si todas las naciones dignas de sí celebran y guardan siempre gratitud y admiración a la memoria y a la vida de sus héroes, porque en buena medida prenden y avivan ellos el fuego y la antorcha perpetuas en que consisten, qué hermoso sueño sería que algún día los corazones de todos los niños españoles, con la misma delicada unción con que los escolares que pintaba Edmundo de Amicis escuchaban las historias de amor a su patria, palpitaran de pureza al aprender la gesta de Gregorio, su infinito manantial.
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