Nos faltaba por ver nada menos que a todo un presidente de los EE UU, -quiéralo él o no, algo así como el emperador de Occidente-, alentando la construcción de una mezquita en el blanco mismo de la diana del más cruel acto de terrorismo internacional, fruto de la Yihad, del que se guarde memoria. ¿Una mezquita sobre el mismo skyline neoyorquino, Mr Obama? ¿No sería esa, tras el negro agujero que la devastación fundamentalista abrió, la más alucinante postal jamás concebida? Es como si al cesar los bombardeos nazis sobre Londres, hubiera apoyado Churchill la construcción de un centro nacional-socialista alemán sobre la City. Sangre, sudor y… mezquitas, vamos. Es como si sobre los escombros del cuartel de Vich un presidente español promocionara la instauración de una ikastola.
Si el aberrante propósito cuaja –para más inri denominado, ojo al dato, que diría el otro,… ¡Proyecto Córdoba!, que tiene la cosa también califales perendengues-, no es sólo ya que se menosprecie a las víctimas, sino que, acaso por vez primera en la Historia, de alguna forma los tenebrosos delirios de los criminales terroristas acabarían así vindicados sobre el corazón mismo de la metrópoli mundial por antonomasia que ellos convirtieron en matadero. Simbólicamente, ellos y sus mentores –Bin Laden, ese hombre- veríanse así ungidos de sacralidad y elevados a los islámicos altares. El simbólico precipitado del salvaje atentado a las Torres Gemelas vendría al cabo a consistir en que, en el lugar donde antes existía un centro comercial para la próspera convivencia y el esparcimiento pacífico entre las más variadas personas, afianzaríase ahora un germen más –y a la vez tan único- del fanatismo confesional de una fe en expansión, que puja por relevar en todos lados al fantasma del totalitarismo comunista.
El plácet obamita al Proyecto Córdoba sobre Nueva York, tan recientes en el imaginario colectivo la bárbara destrucción y las sangrientas consecuencias -que aun hoy se ventilan y que por mucho tiempo se ventilarán- que la misma acarreó, ilustra a las claras, aunque en sentido inverso, el célebre “fin de la Historia” que Fukuyama hace años diagnóstico. La Historia, entendida como un proceso lógico, asentado sobre premisas y consecuencias razonables mantenidas en el tiempo, parece esfumarse para ser sustituida por un post-moderno sinsentido en el que toda instancia de valor y sensatez se supedita a la momentánea ocurrencia, que mañana puede ser la opuesta, guiada siempre por el más rastrero interés propio.
Tantísimas cosas en la cotidiana experiencia nos recuerdan ya a cada paso estas imbéciles señas de la identidad presente, que Obama ahora eleva a categoría de general paradigma. Por eso se le juzgará, si en el futuro, aunque sea en algún lugar remoto, los que con amor a la verdad recogen los fieles hechos históricos subsisten. Porque en la misma Historia se halla el mentís y la denuncia de esta sinrazón: Obama, con su aquiescencia al Proyecto Córdoba, nos remite a Shakespeare, cuando nos recordaba que era a menudo la vida un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada. Nada bueno, quepa acaso añadir.
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