Fragmento de "Las Historias de un bobo con Ínfulas"
“Cuando yo tenía seis años, una mañana mis padres me llevaron al médico.
Llevaba una temporada que apenas comisqueaba –yo creo que el azúcar triste del
suizo que mamá me pasaba entre rejas durante el recreo me llenaba de pesadumbre
para todo el día- y en las noches lanzaba gritos entre sueños. Estaban
preocupados. El médico, viejo y de áspero tacto, con dos dedos de la mano
derecha abetunados de nicotina, me chequeó de arriba abajo. Aún hoy recuerdo el
frío metálico del fonendo contra mi pálido esternón, débil como la arboladura
de un gorrión. ¿He de registrar aquí la brusquedad con que ese fulano metió en
mi garganta aquel acre palito, que encima se empeñó en regalarme? Ahora pienso
que ese día me hubiera gustado ser la niña de El exorcista y llenarle de vómito verduzco la cara y las gafas a
aquel hipócrita hipocrático.
El tío, todo serio, le dijo a mis padres: “Pequeñito, su hijo lo tiene todo pequeñito, todo… menos una cosa”.
Pude ver, mientras me ponía los calzoncillos de algodón, cómo los semblantes de
mis padres oscilaron en segundos de la contrariedad a la sonrisa cómplice… para
volver de nuevo a la contrariedad. Porque el médico remató la frase delante de
mí: “El corazón, tiene el corazón
demasiado grande para su edad. Los ventrículos. Le pueden dar problemas”. Me
asusté. No sé. Más tarde, descartado cualquier problema serio de salud, me
diría, ¿lo ves?, un corazón demasiado grande, ahí perdiste el sentido del
humor, compensado, eso sí, por un acendrado sentido… del amor. ¿No brota éste
acaso sino de un exceso de corazón? ¿Se me entiende ahora?
Y puede que por eso mismo, más tarde, en octavo de EGB, me ocurriera la
afrenta de los boquerones. Verán: en clase, detrás de mí, se sentaban Rosi, Isabel y Lucía, uno o dos años
mayores que yo. Yo bebía los vientos por Isabel,
una morena de pelo corto y nariz respingona, nada del otro mundo. Creo que ella
lo sabía. Una mañana… “
Si lo que lees en este blog juzgas que debe ser agradecido, para animar
también a que siga siendo posible, al modo en que los músicos ambulantes
solicitan unas simples monedas de aquellos a los que su música muy adentro
alcanza, como un músico callejero más te pido yo, lector, que me solicites el
mío libro, pues con el mismo te entrego además un trozo vivo mío, lo mejor de
mí que jamás yo pudiera darte. Gracias.
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