El monarca sin reino, un poco ya
hastiado de tanto errar, se retrepó hasta el asteroide C-373. Quería
contemplar, una vez más, el hermosísimo crepúsculo y luego… ¿quizás saltar
desde allí y perderse al fondo de la nada interestelar?
Pero primero el crepúsculo, que en estos coletazos del estío, se
deslizaba con clamorosa majestuosidad. ¡Qué bellos incendios lentamente
extinguiéndose fraguaban los rescoldos del sol en las postrimerías del día
contra los cielos inabarcables! ¡Qué hermoso y revuelto conato entre la luz y
la oscuridad, qué contienda entre los colores que las anuncian! Así es que el
monarca sin reino, como no sabía tocar la armónica, rompió él solo a hablar:
-Silencio, que empieza a declamar lo suyo el crepúsculo, tan precioso
como tú… Si las luces poco a poco van cediendo, al menos no titubees nunca tú,
por favor, amor mío… Cómo no sentirse, incluso uno, un poco poetastro ante la
inmensidad sinfónica con que va apagándose el día… Eh, te has dejado rastros de
carmín justo sobre el tejado de mi casa, muchas gracias… En mi barrio hay
perros azules ladrándole a la conflagración del atardecer, para que dure un
poco más, para que no les aplaste tan pronto la oscuridad.
Y entonces detrás de él, para su completa sorpresa, resonó una voz
cantarina:
- Vaya, señor monarca, estás hoy… estupendo
- Oh, sí, fue el maldito crepúsculo, que se apoderó de mí, niña
- Ya sabe usted lo peligroso que son los crepúsculos
- El crepúsculo que vivimos peligrosamente, ya
- Sería fantástico título para una novela
- Que yo no pienso escribir.
Estoy harto… Hazlo tú, Sofía. ¿Te gustan los crepúsculos?
- Muchísimo… ¿Sabe? El otro día me preguntaba
cómo es que te acuerdas de mi nombre. Sólo una vez, y hace mucho, te lo dije.
- Y con esa vez bastó, Sofía. Para algo ha de
valer el ser un monarca… aunque sea sin reino. Aparte de los atardeceres, ¿qué
más te gusta?
- La montaña. Visitar lugares abandonados. Pasar tiempo con mis amigos…
- ahahá
- El vino blanco. Pasear entre viñedos. Tomarme un gin tonic. El helado
de chocolate.
- Vaya, cuántas cosas. Fascinantes todas. Eres un turbión de vida rubia.
- Soy impulsiva, señor Rey. Si algo me gusta, voy. Y si algo no me
gusta, paso, aunque sea lo más para el resto del mundo.
- Resultas avasalladora, para un neurótico reflexivo como yo.
-Eso se cura pasando una noche en un pueblucho abandonado y bebiéndote
una copita de vino. Y lo que te llegas a reír entonces, señor Rey… No sé bien
por qué le digo todo esto.
-Es el crepúsculo, joven, esa fragua
descomunal enfriándose que tenemos delante, la grandiosidad operística que
contiene, que nos mueve a todos a cantar un poco… ¿Vendrás mañana a verlo de
nuevo? Podríamos luego jugar un rato a las Magic Cards
- A lo mejor, señor Rey. Que descanses.
En el asteroide C-373, cuando la joven se esfumó, perduraban aún,
tenaces, algunos malvas jirones de claridad.
(Termina el agosto, lector. ¿Te gustó
la melodía que, músico ambulante de la Ciberesfera, desenvolví para ti en
este mes? ¿Me crees entonces por ello merecedor de que me pidas tú mi libro?
Gracias de corazón al puñado de valientes que así lo habéis hecho, por, sin
conocerme en persona, valorar e impulsar mi trabajo y mi escritura, tan
importante para mí.)
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