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sábado, 15 de agosto de 2015

El Día Mundial de la Soledad... y la Sandía




   En días como el de hoy la mitad de los nacionales está de parranda en la fiesta de su pueblo del alma (es día festivo en todos) y la otra mitad anda broceándose de lo lindo, jubilosos al viento y al sol marineros de las infinitas playas del litoral.  
     
   Pero también en días como hoy (día crítico en el calendario, junto al día de Fin de Año) hay miles de personas, apenas visibles, por miles de razones a su vez que malamente pueden resumirse en una esencial inadaptación al monstruo de los mecanismos sociales, que sienten más que nunca el mordisco rabioso de la soledad. De la soledad no escogida, hablo. Todo a su alrededor les remarca y les recuerda hoy su estricta soledad, esa sombra tan acerva. No la pueden hoy siquiera difuminar en el tráfago corriente de un día habitual. Duele más hoy, en el inmediato contexto de una climatología paradisíaca que es en sí una clamorosa invitación a la vida, la herida de esa dolorosa inadaptación más que nunca. 
   
   No, no toda la gente se pone feliz por decreto. Pues que sepan cada uno de ellos, a todos a quienes pueda mi débil voz alcanzar, que soy yo uno de ellos, (los años peores eran cuando ni siquiera podía uno escribir la soledad) y que aquí están mi mano, y este pobre cuaderno... y mi sandía, por si de algo les pudiera valer. Va:


  Si buscamos en una cosa sola la Apoteosis del verano, la culminación del Estío, la consumación de este tiempo impetuoso, entonces hemos de mirarle cara a cara a una sandía. El más acabado de sus frutos y a la vez el más precioso de sus alivios, tan sólo una sandía de dulce agua. Si en uno anidara una brizna  del don de la música, ese lenguaje superior, sin dudarlo le compondría un himno a la sandía. También a aquella gitanilla con ojos de charol relimpios que en la furgoneta ambulante de su padre me la dio a probar una mañana de la estación ardiente en la plaza de mi pueblo. Intentemos al menos un pobre remedo de ese himno, con sólo palabras hecho.
      
     Crecida y generosa de hechuras, pone de entrada ya la sandía su  estampa de fruto colosal y esférico, el propio de un estado de buena esperanza con inminencias de cumplirse. Se ha formado en el interior nutricio de la tierra, apenas sin dejarse ver hasta su estallido final, y viene a nosotros cubierta de polvo, como un último chal que la tierra le prestara en el adiós. La limpiamos luego entre las manos, al tiempo que la sopesamos, y la humilde sandía se deja cachetear, tan confiada. Nos intriga ya ese verde tan profundo, ese verde abisal tan terso que ahora luce, como si del mismo fondo del mar oscuro viniese, con sólo un ramalazo de luz amarillenta a un costado. Queremos saber lo que la sandía lleva consigo, claro.
     
      Y cuando al fin la abrimos, cuando entramos en su corazón, con ese crujido seco suyo como un movimiento de tierras, con ese dolor del parto como una inútil protesta, dios mío, es como si avistáramos de pronto la arista enorme de un rubí arrebatado, tal es el brillo de las sandías mejor cuajadas. Casi hemos de cerrar un poco los ojos a tanta luz líquida del color de la púrpura. Tiene algo la sandía, su súbito grito de luz roja en la penumbra, de adolescente al que se le hubiera de golpe subido el rubor a la cara al ser sorprendido en un apuro. Brillan entonces, en ese firmamento encendido en color escarlata que chorrea, sus pepitas negras, estrellas oscuras ahí, que relumbran como si de un inaudito oro negro fueran, y apetece, pese a que nada son, pasárnoslas una a una por la punta de la lengua.
     
      Si con destreza sacamos entonces de la redonda sandía no menos de doce magníficas medias lunas purpuradas, dime, amigo, cómo evitar, si el calor aprieta, si su soberbia figura tamaña turbación nos procura, si es tan cercana su promesa de frescura, cómo evitar, por qué y para qué evitar tener esa carne y esa pulpa entre los labios, tan tierna que anega de un agua carmesí  nuestra boca, hasta resbalarnos barbilla abajo.
     
   Bendición y maravilla, pues, de la sandía, de su íntimo agua tan exquisito, en el clímax de su sazón en el corazón del Verano, revelación gloriosa y dulce remedio a la vez del mismo. Ah, aquella gitanilla que de la mano un día me la dio a probar, iniciándome ya en su misterio, “¿a que sabe dulce?”, me dijo medio riéndose. Y uno, medio atontolinado por la leyenda del mal de ojo, que sólo acertó entonces a contestarle, como si le devolviera una maldición, “y tú más”.





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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pudiera ser cierta esa soledad que pregona, Don José, aunque afortunadamente ni me encuentro en ese apartado.

Lo de la sandía es ya una pasada, una loa grandiosa que me hace revivir esos deliciosos y refrescantes momentos en los que logramos tener un bis a bis con esa nuestra amante veraniega. Realmente, sólo con leer sus palabras el alma, la boca, el cuerpo entero es un placer, orgásmico, diría una amiga mía degustando ese placentero fruto y que aquí, en la Imperial Castilla en tanta estima tenemos. Su seguro seguidor y amante de la singular sandía.

Valentin dijo...

Señor mío nada mejor que degustar en la soledad del hogar una sandía "casera", la sandía del hogar, la sandía de uno, siempre y cuando este fruto éste en las condiciones propias de dejarse saborear con ímpetu, cayendo su líquido por la comisura de los labios, o dejando pepitas expulsadas por la lengua disimuladamente tras saborear su riquisimo sabor.

Saludos y que tenga un buen día.