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Cuánto mejor simbolizar la
Dignidad en un escrito, en un texto jurídico democrático, en un marco para
la convivencia pacífica de quienes piensan diferente, que eso es en esencia la Constitución española de 1978, que
cifrarla en tal o cual Superhombre que con su extraordinaria presencia todo mal
e injusticia para siempre borrará. Nadie
es perfecto, si hablara, diría la Constitución, y exigirle lo imposible y
pretenderla perfecta y archicumplida sólo revela indigencia cultural. Y cuánto
mejor celebrar sus ya treinta ocho años, más ahora que nunca, cuando se aprestan
tantos a meterla mano a bulto, cuando no a directamente derribarla. Que los tronkos no nos impidan ver el bosque. Digámoslo
sin complejos, porque es la verdad: estos 38
años han sido y son los menos malos de la Historia moderna de España, un
milagro –el más dilatado período histórico- de prosperidad y de convivencia
pacífica en la diversidad para la inmensa mayoría, -con la excepción de los
terroristas criminales y quienes les admiran, que tanto por ello mismo odian la
Constitución- que como tantas cosas sólo pondremos en su justo valor cuando ya
nuestra Ley de leyes haya desaparecido.
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