Si en La vida es bella tenía
un padre que “engañar” con cuentos a un niño sobre su atroz campo de
concentración, es aquí primero un nieto y luego ya el pueblo entero quien debe seguirle el cuento de superpremiada a
una “entrañable” anciana, que, como el niño de la peli, confunde, o finge confundir, la realidad. Si en los sorteos
ordinarios el más duro cinismo, moneda y lenguaje dominante en estos tiempos
aciagos, se enseñorea encantado, No
tenemos sueños baratos, poniéndonos en los morros los descarados signos –yates,
mansiones, cochazos, etc- de los Riquísimos como directamente envidiables, para
ser uno, y nada más que Uno inmensamente Rico –y poder darse más tarde el festín inconcebible de ser
también inmensamente generoso… con los nuestros, claro, pues es impensable el
reparto total- en el principal de
Navidad, por mor de las fechas, es necesario maquillar –hasta disfrazar de lo
contrario- la pulsión básica de convertirse en un Rico. Así, en los spots de
los últimos años, -fenomenales historias- los agraciados, embargados por la
emoción más altruista, ¡DONAN la totalidad del importe a los suyos!
Puesto que deseamos todos que los Premios estén muy bien repartidos… ¿no habría que obligar por ley, al modo de
los impuestos, a jugar más a los más Ricos, y por ley obligar también a que los
premios recayeran sólo, y por orden de estricta necesidad material, entre los
pobres? Muchos, muchísimos pequeños premios –nada de Gordos, nada de que Nadie
sobresalga sobre nadie- y directamente, sin oneroso aparataje burocrático, a
las manos de los más necesitados, que de un plumazo vieran solventados tantos
dramas cotidianos. Acaso los modernos Estados del Bienestar, que con tanto afán
pregonan buscar la más equitativa redistribución de ingresos para los
ciudadanos deberían, si fueran coherentes no sólo proscribir las loterías, sino
perseguirlas, por ser tan contrarias a los fines que dicen buscar. Es curioso
que, atreviéndose con todo, ni los más iconoclastas
borrokas del Reino hayan ni mentado el acabar con la Lotería, notable
instrumento creaCasta.
El fortísimo arraigo emocional que la lotería mantiene entre la gente –además
de en los inmensos recuerdos asociados a una práctica reiterada en el Tiempo
por casi todos que emociones tan básicas remueve- radica a mi juicio en el
sencillo paralelismo que guarda con la Vida misma, tan azarosa y contingente,
tan expuesta a mil y una circunstancias o avatares, a veces también súbitos y
fuera de todo cálculo racional, que complican o facilitan de forma
extraordinaria, -y en la lotería el meollo es que el mazazo ese puede ser sólo
superbenéfico, en principio- la existencia de hombres y mujeres. Parecería así
que las personas hubiesen acordado establecer un artificio para imitar con el
azar de un sorteo lo que los escritores de los folletones decimonónicos
llamarían… los vuelcos maravillosos de la existencia… para unos pocos.
El magnetismo atávico que la Lotería año tras año atesora estriba sobre
todo en recrear en nuestro interior la simple suposición, el paladear la
dulcísima textura de una sencilla promesa: por qué no habríamos de ser nosotros
esta vez –a pesar de las infinitesimales probabilidades de que ello acontezca-
los elegidos de los dioses. Es en el fondo un sueño, que está de una forma o de
otra, inscrito en la propia naturaleza imaginativa de los hombres que les
faculta para ir más allá de su ordinaria vivencia. Es como cuando en la oscuridad
de la sala del cine –fábrica de los sueños, se la ha llamado- juraríamos que
sólo y nada más que a nosotros la Actriz o el Actor de divina hermosura es a
quien está mirando, y que si por casualidad a fondo nos conociera,
irremisiblemente de nosotros acabaría
enamorado. Así la Lotería.
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