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jueves, 22 de diciembre de 2016

Variaciones mías sobre la Lotería

   

   
    Si en La vida es bella tenía un padre que “engañar” con cuentos a un niño sobre su atroz campo de concentración, es aquí primero un nieto y luego ya el pueblo entero quien debe seguirle el cuento de superpremiada a una “entrañable” anciana, que, como el niño de la peli, confunde, o finge confundir, la realidad. Si en los sorteos ordinarios el más duro cinismo, moneda y lenguaje dominante en estos tiempos aciagos, se enseñorea encantado, No tenemos sueños baratos, poniéndonos en los morros los descarados signos –yates, mansiones, cochazos, etc- de los Riquísimos como directamente envidiables, para ser uno, y nada más que Uno inmensamente Rico –y poder darse más tarde el festín inconcebible de ser también inmensamente generoso… con los nuestros, claro, pues es impensable el reparto total-  en el principal de Navidad, por mor de las fechas, es necesario maquillar –hasta disfrazar de lo contrario- la pulsión básica de convertirse en un Rico. Así, en los spots de los últimos años, -fenomenales historias- los agraciados, embargados por la emoción más altruista, ¡DONAN la totalidad del importe a los suyos!   
   Puesto que deseamos todos que los Premios estén muy bien repartidos…   ¿no habría que obligar por ley, al modo de los impuestos, a jugar más a los más Ricos, y por ley obligar también a que los premios recayeran sólo, y por orden de estricta necesidad material, entre los pobres? Muchos, muchísimos pequeños premios –nada de Gordos, nada de que Nadie sobresalga sobre nadie- y directamente, sin oneroso aparataje burocrático, a las manos de los más necesitados, que de un plumazo vieran solventados tantos dramas cotidianos. Acaso los modernos Estados del Bienestar, que con tanto afán pregonan buscar la más equitativa redistribución de ingresos para los ciudadanos deberían, si fueran coherentes no sólo proscribir las loterías, sino perseguirlas, por ser tan contrarias a los fines que dicen buscar. Es curioso que,  atreviéndose con todo, ni los más iconoclastas borrokas del Reino hayan ni mentado el acabar con la Lotería, notable instrumento creaCasta.
   El fortísimo arraigo emocional que la lotería mantiene entre la gente –además de en los inmensos recuerdos asociados a una práctica reiterada en el Tiempo por casi todos que emociones tan básicas remueve- radica a mi juicio en el sencillo paralelismo que guarda con la Vida misma, tan azarosa y contingente, tan expuesta a mil y una circunstancias o avatares, a veces también súbitos y fuera de todo cálculo racional, que complican o facilitan de forma extraordinaria, -y en la lotería el meollo es que el mazazo ese puede ser sólo superbenéfico, en principio- la existencia de hombres y mujeres. Parecería así que las personas hubiesen acordado establecer un artificio para imitar con el azar de un sorteo lo que los escritores de los folletones decimonónicos llamarían… los vuelcos maravillosos de la existencia… para unos pocos.
   El magnetismo atávico que la Lotería año tras año atesora estriba sobre todo en recrear en nuestro interior la simple suposición, el paladear la dulcísima textura de una sencilla promesa: por qué no habríamos de ser nosotros esta vez –a pesar de las infinitesimales probabilidades de que ello acontezca- los elegidos de los dioses. Es en el fondo un sueño, que está de una forma o de otra, inscrito en la propia naturaleza imaginativa de los hombres que les faculta para ir más allá de su ordinaria vivencia. Es como cuando en la oscuridad de la sala del cine –fábrica de los sueños, se la ha llamado- juraríamos que sólo y nada más que a nosotros la Actriz o el Actor de divina hermosura es a quien está mirando, y que si por casualidad a fondo nos conociera, irremisiblemente de nosotros  acabaría enamorado. Así la Lotería.


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