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Modernidad líquida, Bauman
dixit para caracterizar la levedad de la identidad, tanto individual como
colectiva, así como la ligereza de los vínculos sociales en las sociedades presentes. Posmodernidad gaseosa, diríamos nosotros -enanos a hombros del
Gigante-: una realidad sumamente inconsistente, de alto potencial explosivo o
radiactivo. La tan morrocotuda como inesperada sorpresa de la irresistible
ascensión/implosión de Trump (multimillonario
antiglobalizador keynesiano y aliado de Putin, se dice pronto) sería sólo el
penúltimo exiemplo de la misma.
El populismo más grueso, la pringosa popularidad del reality, el ruido y la furia que las redes asociales – al
compactar a iguales con iguales en infinitos espejos de chuscos mantras y
bloquear al que piensa diferente, más que poner a las personas en contacto con
la diversidad, encapsulan a los individuos en sus más férreos prejucios- procuran, he ahí los innobles gases agitados y liberados por
doquier que, triunfantes, acarrean la evaporación del sentido, es decir, de la
razón, de la palabra, del logos.
Es necesario para ganar las conciencias dominar el relato de lo que ocurre,
suele insistirse. Eso era antes: ya no
hay relato, porque, al modo que impone esta Era Supericónica, es ya todo un vertedero interminable de histérico
pasapantallas en el que no hay palabras, en el que no hay lógica, en el que
literalmente cualquier contingencia es plausible: Putin pasándole a Trump las
armas para la destrucción de Hillary,
sólo este el último epifenómeno de la
nave de los locos que parece el mundo hoy: Tragicomedia de Tsipras y
Varufakis, milongas de un Papa filocomunista, frikie-presidente filipino,
Norcoreano eterno, Castrones eviternos, Liga Norte y el grillo loco de Grillo, la Le Pen, tocata y fuga de
Cameron, Farage y el bréxit, Colombia
contra Todos, purgas infinitas de Erdogan,
los Comunistas Chinos más Multimillonarios del Planeta…
No existe hoy discurso capaz
de dar cuenta –no digamos ya razón- de la realidad. La propia realidad, ese
psicótico e incesante vómito de ruido y furia que las pantallas
hiperrepresentan y proyectan, hace imposible la articulación del mismo. Los
estertores del Discurso revelan, claro, una derrota de la cultura y de la
inteligencia sin precedentes, una mugrienta regresión sobre mil y un píxeles en
la que el homo gañanis hoza, encantado encima de conocerse. Así, vale
mucho más hoy, goza de más prestigio social, una estupidez clamorosa, que el
más trabado de los razonamientos. Al mundo no lo mueve una ley, lo mueve una
canción, decía León Felipe, creo.
Sería así antes. Ahora lo mueve una chorrada. Al intelectual no le presta hoy
atención ni su mamá a la hora de comer. Un mundo gaseoso, oh, yeah, mejor dicho, aquí y ahora prima la onomatopeya de un eructo, ¡brrruuaakkkk!
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