¿Quién es quién para en las más angustiosas de las situaciones límite
desde las soberbias alturas dictar inflexible e infalible la Moral y el Bien
Universales? Yo no, desde luego. Charlie
Gard es un niño de diez meses muy enfermo (elmundo.es 28-6-17). Vino al
mundo con una importante afección
genética que le obliga a estar siempre conectado a varias máquinas que le
permitan seguir viviendo. Los médicos establecieron que no tiene posibilidad
alguna de sobrevivir o de mejorar su calidad de vida. Los médicos determinaron
que debería, pues, ser desconectado. Los padres, de quien la noticia no da su
Nombre, se oponen con todas sus fuerzas. No quieren que a Charlie, carne de su carne, le desconecten. Los padres se aferran a
la esperanza de emplear el más de un millón y medio de euros por ellos
recaudados a través de internet en un tratamiento experimental que a Charlie le aplicarían en EEUU. Los
médicos ingleses insisten en que no hay cura posible. Los padres les
denunciaron. Un juez británico decretó “con la mayor de las tristezas” la
muerte digna para Charlie. El juez
gradeció por escrito a los padres del niño su valiente y digna campaña, “su
total dedicación a su maravilloso niño desde el día en que nació”. Los padres
apelaron una tras otra a todas las instancias posibles. El Tribunal Europeo de
Derechos Humanos ha desestimado su recurso. El tratamiento experimental “sólo
causaría a Charlie aún más daño”, ha
dicho. La sentencia debe, pues, aplicarse ya. Los padres no quieren que a su
hijo lo desconecten. Es su hijo. Ante ese terrible abismo de horror, cómo lanzarse
uno a pontificar nada. Yo no, desde luego. Sólo pensar un instante en ese padre.
En esa madre. Tan personas, tan rotos por el suplicio que no pueden siquiera
afirmarse y sostenerle la mirada al ojo inquisidor de las cámaras. En ese niño.
En llorar durante un momento.
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