Paseaban enfrente del Palacio Real, en mitad de la tarde primaveral, por
esa granítica explanada muy concurrida a esas horas de gentes -naturales y
foráneas-, de mimos a lo suyo, petrificados en sus acrobáticas poses -tratando
con su arte de ganarse así las habichuelas- y de bandadas de palomas revoltosas
que a ellos sí les respetaban. Ah, las palomas. De repente algo a ella le llamó
la atención.
-Perdona, pero yo… es que no puedo, no puedo.
De cuatro trancos se alejó de él y encaró una banda de éstas, que en el
suelo picoteaban ávidas, histéricas, las migas de pan que alguien les había
lanzado. Trató en vano de espantar con la voz y los brazos a algunas de ellas.
-Mira, ¿no ves?
Pero él no veía nada… hasta que ella se lo señaló. Entre todas, una de
las palomas penosamente se afanaba a la pata coja tras las migas –tenía la otra,
hinchada y deforme, encogida contra el cuerpo-… y no pillaba ni una sola, pues
otra congénere, implacable, se ocupaba sólo de adelantarla y robárselas todas. Era
una ceremonia, repetida una y otra vez, bien cruel, claro. Entonces ella cogió un
tarugo de pan que por allí había, empezó a desmigarlo y a echárselo al lado de
la paloma renca. También en vano, porque la otra, paloma halconera, a culatazos
la apartaba y para su único gaznate el pan se apalancaba. Eso a ella, claro, la
enfureció más, así es que de pronto echó el pie hacia atrás… y de una buena
patada, entre un gremial aleteo vertiginoso, lanzó a la paloma desalmada por
los aires, dejándola así a no menos de veinte metros de la otra. Qué formidable
parábola describió allí contra los cielos velazqueños la paloma pateada. Se
incorporó luego esta, medio aletargada, turulata. ¡Ahora sí que la paloma coja
pudo, de la mano de ella, a base de bien avituallarse todo el buche de migas.
Volvió entonces ella a su lado.
-Perdona, pero es que no puedo, yo no puedo con las injusticias.
Algunos paseantes, alertados por el zureo quejoso de la paloma malota,
giraron confusos las cabezas hacia ellos, aunque nadie dijo nada. Los mimos
seguían a lo suyo, más petrificados aún tras lo sin duda visto de reojo por
ellos. El Palacio Real parecía impertérrito también, aunque un rayo de sol
tiznó entonces de rosáceos tonos un fragmento de sus lienzos. Ellos se alejaron
lentamente, con el sol a la espalda y el pulso un poco acelerado tras el lance
justiciero. Hmmm, qué violentas ganas le entraron entonces de besarla y de besarla.
ARGUMENTO
Un cincuentón, un poco a la deriva en el nuevo orden amoroso, buscando su lugar al sol, buscando su rosa: Ironía siempre, belleza y caos, ilusiones y ternura, risas y lágrimas, amores y traiciones... la VIDA a chorros, my friend. Ese ramo en tus manos yo quiero.
111 ROSAS o EL LIBRO DE LAS AGRIDULZURAS. 12 euros.
301 pgs de HUMOR, AVENTURAS COTIDIANAS, SENTIMIENTOS A RAUDALES... LA VIDA A CORROS Y A CHORROS
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Pincha abajo, plis, y oirás lo que es bueno.
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