Es más que conocido el ancestral
carácter transgresor que los carnavales consigo
portaban, de cómo a través de la burlesca expresión de lo reprimido, de la
impúdica exhibición de las pulsiones básicas secretamente codiciadas, el orden
moral establecido veíase durante ese tiempo suspendido. Tradicionalmente, el
dar ocasión a manifestarse y desahogarse esas tendencias asociales, al verse las mismas
canalizadas en un muy breve período de tiempo y señaladas por límites
infranqueables, hacía de los carnavales a la postre algo inofensivo si no
benéfico para el orden superior de la convivencia.
Si ya Larra en el XIX
estableciera que “todo el año es carnaval”,
qué no habríamos de decir de las sociedades actuales, dominadas de cabo a rabo
por el hedonismo y la continua espectacularización
de cada una de sus gritonas manifestaciones. Si a ello añadimos la okupación institucional de estos
fiestorros, por los ayuntamientos organizados y subvencionados, convendremos en
que la sustancia de los carnavales modernos poco de lo antiguo mantiene, y sí mucho
de la manipulación política de sus mentores, y de la exteriorización de sus
reales designios. Territorio sembrado este, claro está, para el incansable activismo
ideológico de izquierdistas y nacionalistas, digamos ya que auténtico Oasis cuando ambas
categorías se funden y confunden en los nacionalistas-izquierdistas. Así este
año en Solsona, Lérida, bajo el
mando de ERC.
Si en los antiguos carnavales la
exhibición de lo reprimido guardaba al menos un disfraz, es por contra ahora
descarado el descarnado cinismo con que se expone y difunde la genuina pedagogía del odio en la que lleva
muchos años (glosábamos hace poco aquí el fusilamiento simbólico de un edil
popular en Cataluña) el separatismo sometiendo a inmersión a la sociedad bajo
su mando. Si los antiguos carnavales giraban
en torno sobre todo a la subversión de los tabús morales y sexuales, anótese la
cristalina politización de lo que
ahora se pretende. Y en qué desoladores e imperativos términos: ¡Ven a MATAR ESPAÑOLES!
Nunca más transparente que ahora la brutalidad de la oficiosa
convocatoria: esos carteles al gusto de los psicópatas, esa grosera
retransmisión en la televisión local, en fin, esas diáfanas apelaciones al Odio
en sus comentaristas: “una bandera de las
Españas, son terroristas… a ver si nos cargamos a los españoles… o lo
arreglamos así a tiros o no lo conseguiremos… voy a repartir unas garrotadas a
algún español que me encuentre…”, por poner aquí sólo algunas de esas
perlas.
Y es que para estos pertinaces sembradores
del Odio todo el Año es sembrar y sembrar, y volver a sembrar y sembrar y volver a sembrar.
Así nos dejan para la Historia este abominable cartel, que ni los de las peores
guerras son tan explícitos.
Armando es una especie de niño grande, así lo he visto yo todo el tiempo al menos, sobre todo porque dentro de sus cuarenta años y de la devastación emocional que le acompaña tras el abandono de su mujer siempre parece acompañarle un halo de ilusión y esperanza, como un niño, conforme leía casi parecía que podía ver sus ojos brillantes, esperanzados ante algo nuevo, y solo podía sonreír e incluso emocionarme en algunos momentos ante el arrebato de ternura, defensa y protección que Armando despertaba en mí.
Estoy segura de que si os animáis a leer este libro todos podréis disfrutar de Armando y que muchas de sus historias os recordaran vivencias o momentos en los que os habéis sentido igual, seáis o no como el. Porque al fin y al cabo leer este libro es como ver la vida a través de palabras impresas en blanco y negro.
Estoy segura de que si os animáis a leer este libro todos podréis disfrutar de Armando y que muchas de sus historias os recordaran vivencias o momentos en los que os habéis sentido igual, seáis o no como el. Porque al fin y al cabo leer este libro es como ver la vida a través de palabras impresas en blanco y negro.
Gracias, Magda
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