Es lo que tienen los
monstruos televisivos, esa
extraña familiaridad que siempre con ellos se nos produce: les vemos tantas
veces y desde tan cerca, mucho más que a los parientes segundos nuestros. A la
vez les vimos siempre tan acicalados y brillantes que en ese Olimpo de píxeles
alguna vez nos parecieron inmortales. Cuando por ley de vida -y con envidiable
lucidez- pasaron algunos a segundo plano, aquella imagen fulgurante quedó
asociada a ellos en nuestra mente. Por eso nos sobresalta y nos duele la
repentina noticia de su muerte. Inevitablemente mueren cosas nuestras con
ellos, significaciones nuestras adheridas a ellos, claro.
Cómo no admirar en Jesús Hermida su indudable telegenia, su
impresionante desenvoltura ante las cámaras, la envoltura de su voz silabeante…
su afán innovador, su estilo tan propio. Que tenía defectos, y quién no, que a
veces resultaba premioso, cargante y rococó, también lo digo yo. Andaluz sin
acento, siempre original, nos conocíamos los perfectos ángulos de su rostro y
el vuelo de su flequillo más que los de cualquier amigo nuestro. Conseguía eso
tan dificilísimo en televisión, tan raro y excepcional, tan valioso por ello,
que es el lograr, en medio de un
estrepitoso programa de varietés, la intimidad con el espectador, hablarle
como al oído y mostrarse ante él, de forma harto paradójica tras tanto
artificio emperifollado, como alguien cercano y natural.
Pesan mucho más sus cualidades profesionales, me parece, que lo suyo
controvertido. Mueren cosas nuestras con él, pues en esa vicaria manera de
comunicarse que las televisiones ofrecen, compartimos mucho con él. Su recuerdo
permanecerá con nosotros. Jesús Hermida es
parte de nuestras vidas espectadoras, que no son tan meramente pasivas como
pueden parecer, pues a menudo, para elogiarlo o para criticarlo, le
interpelábamos, le hundíamos o le alabábamos. Si una vez con voz cantarina nos
contó Jesús Hermida la llegada del
hombre a la Luna, es posible que, tan poética ella es, en estos días, como la
princesa rubendariana, algo tristona
ande la propia Luna.
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
Porque a mi parecer un libro íntimo, no tanto porque
nos revele interioridades escabrosas, sino porque sobre todo consiga con
desnudez hablarnos como al oído de los paisajes esenciales del alma de quien lo
escribió, es también uno de los más acabados símbolos por los que alguien
ofrece al Otro –a quien físicamente no tiene delante, al que de otra forma
difícilmente podría hacerlo- la propia mano. Esto soy. En estas
historias –no en forma de un discurso, sino con destreza encarnadas en
personajes vivos a los que les ocurren cosas, a quienes sorprenden los avatares
amargos o alegres de la vida- late la urdimbre sentimental que hasta aquí me
trajo. Quiero ponerlas en común contigo. Quiero revivirlas a tu lado. Puede
que te reconozcas también en ellas. Aquí tienes mi mano, tómala.
Estréchala.
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si quieres. Pídelas en josemp1961@yahoo.es
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