No sé su nombre, así es que para mí,
cada vez que desde mi trabajo le veo a duras penas trajinando solo en la calle,
temprano en las mañanas de los sábados y domingos, me digo, ya está aquí Kieslowski, qué bien.
Y es que el hombre, viejo, renco de una pierna, cojera que algo atenúa él con una
aparatosa alza que le hace enorme y fantástico, claro, uno de los negros zapatones,
derrotado por la soledad y por la propia vida -que acaba siempre, hagamos lo
que hagamos, a todos derrotándonos- me recuerda, en su raro afán, en su callado
civismo, en su extraño buenhacer, a aquella memorable vieja también sin nombre,
arrugada y encorvada como un árbol seco y ya vencido, que en varias películas sacaba el gran
director polaco esforzándose, contra el pedrisco de la edad y contra la inercia
pasota de la mayoría, por alcanzar a depositar una botella vacía en lo alto del
contenedor adecuado, como una suerte de emblema, en apariencia insignificante,
de un titánico y anónimo, más meritorio por ello, empeño ético y ciudadano.
Ah, ese extraordinario talento de los mejores creadores para capturar y
expresar poéticamente a su través los más delicados y elevados detalles de la
realidad, esos que al resto nos pasan desapercibidos, sordos y ciegos a la
verdadera y más alta vida. Sé que el Kieslowski de mi barrio, ya
jubilado, sin familia que venga a verle o a la que él visite, vive a solas en
una habitación alquilada de por aquí. Le veo a veces, con ademanes un punto
exagerados, saludar a unos y a otros, alquilados como él aunque más jóvenes,
que vienen y después de unas semanas se le van, con esos conatos mínimos de
sociabilidad que impiden a los que sufren la vejez y la soledad volverse del
todo locos.
Pero es en las mañanas de los sábados y domingos, muy temprano, con la calle blindada en esa radiante quietud que le es entonces propia, cuando el Kieslowski de mi barrio despliega con silencioso orgullo su manía, su emocionante impulso... CONTINUARÁ MAÑANA
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