A ver quién es el guapo que se
atreve hoy a cuestionar –tal es la fuerza imbatible de los dogmas un millón de
veces por todos como loros aquí y allá repetidos- que la bondad y la justicia sumas de una Política consisten en redistribuir, es decir, en como sea quitarles
bienes a los que más tienen para dárselos a quienes menos tienen.
En el repiqueteado camino de ese eslogan, la persona, su mérito o
demérito, su responsabilidad o irresponsabilidad, su libertad y autonomía moral,
se vacían de sentido y de contenido en pro de esa idílica –buena, justa y
santa- equiparación. Luego, salvo en los órdenes más extremos de la sociedad, o
en casos de infortunio o enfermedad tremendos, vemos y comprobamos a nuestro
alrededor que la realidad, su verdadera justicia y bondad, van por otro camino.
Estamos hartos de conocer individuos que a mansalva derrochan y
dilapidan bienes, talento y oportunidades a causa de su exclusiva
irresponsabilidad y disipación, y de otros que con tenacidad e ingenio se
esforzaron y se esfuerzan en mejorar –sin que nadie les regale nada- su suerte
y la de los suyos, además lográndolo. Nos fascinan muchos casos de personas que
a diario conocemos, con trabajos seguros y una existencia cómoda, que se pulen lo que no está en los escritos, que
por ejemplo, han viajado hasta el quinto pino del mundo, con lo que no ahorran
jamás un chavo, portadores además de esa visión izquierdista de la vida que consiste en, una vez que me lo fundí
todo, ahora te exijo a ti, vil rata egoísta ahorradora, que me entregues el
cincuenta por ciento de tus pertenencias. Siempre lo mejor es, claro, pegarse
la vidorra, compadecerse luego un rato, en pose entre ternurista y
redentorista, de los pobres inmigrantes hambrientos del Tercer Mundo y exigirle
el reparto a la hormiguita laboriosa
y ahorradora que renunció a los caprichos con que el indignado una y otra vez se autohomenajeó.
Encima este vividor derrochón a lo divino
progre se mece en una melopea de
inmejorable autoconciencia –estoy entre los Buenos,
entre las víctimas del Sistema, soy
un soñador, un idealista solidario- mientras proyecta sobre quien a pulso consiguió labrarse una
vida mejor –a menudo consiguiendo que éste, sin saber bien por qué, se
avergüence de sí mismo- la sombra de las peores connotaciones ideológicas hoy: un
ser egoísta,
insolidario, explotador. ¡Cuántas veces no habremos escuchado la supina
estolidez desdeñosa –hay casos y casos- sobre ser el más rico del cementerio!
Dictar que obtengan los mismos frutos todos, sin atender, entre otras
circunstancias, a lo que cada uno puso de su parte en su empeño, podrá ser
igualitarista, claro, pero que no se nos machaque con que es eso por decreto lo
bueno y lo justo, cuando es a menudo precisamente lo perverso y lo
clamorosamente injusto. Si la bondad y
la justicia sumas de una política estriban en la sacrosanta y forzosa
redistribución, quién va luego a estar interesado en arriesgar, en prosperar,
en trabajar más y mejor, en crear riqueza, en definitiva, en reclamar el
derecho a hacer con su vida lo que su voluntad decida. El Estado, la voluntad general, lo que repartirá
entonces será miseria. Y todos tan a
gustito, tan a gustito estaremos, sí.
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