Me preguntó a quemarropa el gran Curro
Castillo en Onda Madrid, cuando había ido yo allí como el Otro
a-hablar-de-mi-libro, que cómo eran mis abuelas y… de mi mente en blanco salí como pude, con la mandanga aquella de que mis abuelas eran… ¡fabulosas
contadoras de historias! Pobres y queridas abuelas mías, disculpadme, allá
donde moréis, mi pobre trola. Fue lo que se me ocurrió (puestos ya, para más
epatar al personal, podría haber dicho que fueron soberbias hetairas, o arpías
espías del Imperio Austro-Húngaro), que sé yo, hubiera necesitado tiempo para
pensar. ¡Como si necesitarais vosotras, a fuer de humildes, muy grandes Señoras, adornar con tópico embuste de novela caribeña vuestra nobilísima
figura! ¿Cómo pueden personas de modestísimos orígenes campesinos, sin
estudios, obligadas a la brega diaria desde niñas hasta el fin de sus días,
nada menos que ser “fabulosas contadoras de historias"? Pueden darse casos, por
supuesto, en esas tradiciones orales, de personas memoriosas y con gracia
natural para contar las cuatro cosas que siempre se repiten, de la misma forma
que los milagros se dan, mas son habas contadas.
Claro que recuerdo, por supuesto, vuestro castellano antiguo y áspero,
rico y a la vez cortante, esos vocablos hirsutos como el paisaje vuestro –y de
mi infancia- que al niño de barrio atontolinaban… tragaldabas, entelerío, mondongo, alforjas, aviarse, torniscón, abutagado,
pescuezo, escingarrarse, molondrón… Mis dos abuelas lo que sobre todo
fueron es un par de trabajadoras
infatigables, laboriosas y duras como mulas de carga, hacendosas y limpias
como hormiguitas indesmayables: en el arduo trabajo agrícola de la era, cuando
más jóvenes, en la crianza y cuidado de la prole, luego, en las innumerables
tareas de la casa de la mañana a la noche, siempre. Hmmm, mis abuelas, viudas
las dos, con aquellas escobas de ramas, con el bote agujereado regando los
suelos de barro, encalando las paredes cuando podían, avivando con el fuelle la
lumbre para el puchero de garbanzos, cortando rebanadas de la hogaza, reinas
indiscutidas de su casa. Cuando enfermaban, se recluían en su alcoba, sobre su
camastro, y, hale hop, un par de horas después como nuevas resurgían. Y su sumo
arte de plenas artistas, esto sí que sí
es verdad, Curro Castillo, para cada
mañana, tras el aseo, horquillas en boca, con las manos sobre la cabeza frente
a un espejo diminuto, componerse, compacto como una granada bien labrada,
artístico como joya de orfebre, la plata
del pequeño MOÑO desde el que gobernaban el mundo entero. Mis abuelas,
venerables, sí.
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