Escribíamos ayer... que en lo que a la pura creación artística se refiere, contar el Bien es mucho más difícil que contar el Mal. Las truculencias EXCITAN muchísimo, incluso físicamente, al personal. Lo absorben con facilidad. Es como si en el despliegue mugriento y sangriento del psicópata de turno en la pantalla sintieran los espectadores oscura y secretamente liberadas y reflejadas potentísimas pasiones violentas propias en continua ebullición. El Bien suele parecer aburrido, a punto de hacerte caer siempre en el bostezo. Contar el día a día de un padre y de una madre cabales y ejemplares, de un niño estudioso, no sé, de un buen carpintero que poco a poco progresa en su oficio, tienen su miga, necesitan de un gran TALENTO, intelectual y moral, en su creador… y en su receptor. Pones a un par de zorrones, drogotas y gangsteriles, escupiendo tacos y tiros… y al momento tienes a toda la parroquia ojiplática. Es como si las pasiones destructivas necesitáramos verlas imaginariamente recreadas para que en la realidad no exploten entre nosotros. ¿Y qué pasa entonces con las pasiones “buenas”? ¿Son acaso menos propias de lo humano? No sé si entendemos bien el radical PESIMISMO antropológico –en las antípodas de las arcangélicas antífonas esas de que la persona es buena por naturaleza y tal, y que son en realidad cuatro los malvados malvadísimos, -¡psicópatas, mira por dónde!- que lo estropean todo- que se deriva de todo esto.
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