Soy escritor porque me adapto mal a la vida, eso es, soy un inadaptado a este turbulento desfile de luces y sombras vertiginosas que llamamos realidad, que siempre va demasiado DEPRISA DEPRISA para mi gusto, y del que siempre necesito poner distancia y tomar así desquite de la propia insignificancia en medio de ese remolino en aluvión incesante. Por eso para mí la vida verdadera, la que de verdad te duele o celebras, es la que a solas, una vez transcurrida, queriéndolo o sin querer, recreas con una nueva intensidad. Cuando la escribes. También en el amor, sí, mucho mejor rememorándolo y compartiendo el fulgor incomparable de su recuerdo después, con la conciencia y la sensibilidad del todo desplegadas, que en el mismo momento de la cosa, cuando poco más que un manojo de instintos cruzados que nada registra eres, y que, por notarse abrumado por el vendaval de la propia realidad, poco puede alcanzar a sentir. ... No sé, necesito, como esos perros callejeros que encuentran un hueso, llevármelo a un ángulo oscuro y rechupetearlo a placer, prolongar de esa manera su fugaz sabor. También lo negativo, ay, de la misma manera se me impone, acrecentando su hiel. No puedo evitar ese desfase. Si ante la trepidante realidad del día a lo sumo compareces como un fantasma sin respuesta adecuada, cuando escribes, detienes y saboreas la vida a tu gusto, la amplificas y la exaltas como te place, la vives de verdad, creo que es eso. Algunos amigos no entienden esta condición mía, el que prefiera a menudo escribirles antes que telefonearles. Les entiendo, pero ellos no me entienden del todo, lo sé. Pienso y encuentro mejores razones y palabras por escrito que hablando, me siento más sustancial y verdadero cuando escribo, me parece que lo escrito queda, que tarda más en evaporarse, en perderse. Y ya bajo la forma de LIBRO, en mis 111 ROSAS, es que mi escritura, mi trabajo, mis palabras, se consagran.
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