(Para mis happy few)
EL VIOLINISTA EN EL ASFALTO
La otra tarde, para un odioso papeleo, tenía que
bajar a los madriles. Uff, estaban todo perdidos de primavera, joder. ¿Eh? Desde
las calles preliminares al Paseo de las Acacias, adonde iba, podía ya escucharse.
Oh, el lamento de un violín, que increíblemente sonaba limpio, alto y claro,
perfumaba todas las calles, encofraba las Acacias en acequia de belleza. Medio
sonámbulo, hasta dar con ella, perseguí aquella melodía que parecía descender
desde los mismos cielos. Y no, resultó al revés, se elevaba desde los suelos
embriagadora, desde el altavoz de un músico ambulante que con el arco la
desplegaba. Cuarentón, regordete, vaqueros viejos, bolsito en bandolera,
camiseta roja gastada y zapatillas. Manos y dedos finos, eso sí. Y su violín,
uno de esos medio huecos que ahora tanto se ven. Qué historia amarga y feliz a
la vez no llevaría ese hombre consigo. Parecía rumano, aunque su música sonaba
universal. Tocaba de los 40 principales de la clásica, el adagio de Albinoni,
La mañana de Grieg, el Pachelbel y así, que quizás por eso, sino de qué, si de
Música nada sé, y porque sonaban tan asedados como pulcros, me detuve a
disfrutar y observar desde la acera de enfrente. El papeleo podría esperar.
Hostia, es que sonaban celestiales, es que te traspasaban il cuore. Ni los
acelerones horrísonos de los buses de la EMT, que en su arrastrarse por
momentos los sepultaban, conseguían que uno se moviera. ¿Por qué eran sólo
mujeres las que, conmovidas, tras detenerse, sobre la funda entreabierta como
un féretro, alguna moneda le dejaban? Acabó el rumano uno de esos temazos. Sin
darse importancia, sacó un cigarro y lo fumó de pie. Y vuelta al violín. Atacó el Por ti volare que canta Bocelli. Se
paró una joven madre con niño y niña. Elevó esta de repente, al oído de la
música, un bracito en vertical y empezó a dar vueltas allí, bailarina ebria de
gracia, golondrinita ensimismada. Cómo le sonreía su mami. Una paloma gris, con
jades verduzcos al cuello, aterrizó entonces para no perderse la fiesta. Unos
pasitos cortos y torpes de los suyos sobre la acera, sin dejar de mirar al
suelo y al rumano, al rumano y al suelo, que así son sus mirares. El Por ti
volare sobre los bancos y las papeleras, derramándose como un bálsamo de miel y
verdad, aquel violín como un volcán benéfico que todo lo sobredorara en ríos de
armonía sobre el quicio de la tarde madrileña. ¿Por qué cada uno de los que por
allí andábamos, con los ojos cerrados no nos pusimos también a bailar? El Paseo
de las Acacias transfigurado. Le dimos el óbolo, por supuesto. Con los ojos
húmedos, sí. Por ti volamos entonces todos, rumano desconocido, gracias.
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