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Mi instructor de pádel se llama Rober. Veintisiete años, majete de
cara, de mediana estatura, atractivo, fuertote, de anchos hombros y acogedores
músculos pectorales, no llega Rober
a lo de Cristiano Ronaldo, claro, pero en verdad se ha labrado el cuerpo
como un gimnasta de Mirón el tío. Follable 100%, que diría alguna desenvuelta tuitera del hoy. Todo en su atlética
figura rezuma el empuje radiante de la juventud y la potencia.
Somos tres sus alumnos los miércoles a altas horas, y la otra noche,
mientras calentábamos Carlos y el
muá –pa vernos, esas sudaderas
incendiarias allí, como luciérnagas atolondradas desafiando a vaharadas el frío
y la oscuridad del club poligonero- se entregaba Rober a muy misteriosas confidencias con Fran, el bandarra del grupo.
Tenemos una relativa confianza unos con otros, la ruda camaradería de los
fornidos gladiadores podríamos decir, para darnos una idea y hacernos de paso
la ilusión, pues salvo nuestro metrosexual
instructor, ya digo, es pa vernos
al trío padelero, menudas pantorrillas.
Sabemos por eso sus torpones alumnos que hace poco Rober rompió su feliz unión matrimonial, que incluye dos niñitas
rubias adorables, que alguna vez hemos visto corretear por allí, pues que se le
cruzó a nuestro Titán, en uno de los
prestigiosos Torneos Padeleros que los fines de semana por toda España él
frecuenta, una cimbreante padelera bonaerense de pelo negrísimo y caderas más
voluptuosas aún –nos ha enseñado él con gesto de orgulloso cazador fotos de
ella que lleva incrustadas en el móvil, ¿desplazando quizás a las de sus niñas,
ay?-, una garota tremenda de esas que
incluso a los querubines dejan boquiabiertos. Llevan un tiempo liados los dos,
aunque se ven a salto de mata aún. El pádel les une, el pádel les separa.
Torneos, torneos, torneos.
Como quiera que veíase a Rober más
bien cabizbajo en la conversa que con Fran
mantenía, cavilé si, agotado el frenesí inaugural de los Fogosos Olímpicos, no sería alguna especie de arrepentimiento,
y de honda nostalgia del amor conyugal y hogareño lo que estuviese allí él confiando.
No cuadraba con ello la sardónica pero muda sonrisa que Fran ostentaba, pero a saber si no era la misma la moneda cobrada
como desquite en el rostro de los contrahechos, a quienes esa explosión de
furores corporales está naturalmente vedada.
Como no lo dejaban, nos acercamos Carlos y yo, centuriones incandescentes ya, a darles el queo. Y en ese momento...
CONTINUARÁ MAÑANA, lector, que por nada del mundo quiero abusar más ya hoy de tu tiempo ciberesférico, que dicen que la ley de hierro del Internet exige para no ser rechazado textitos cortitos que no disuadan con su sola y plúmbea presencia al cibernauta... CONTINUARÁ MAÑANA.
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
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“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones
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