Aquellos chicos malos le habían encerrado en el fondo de un arcón congelador y debían luego haberse olvidado de él. Ahora sí que el frío empezaba a traspasar el plástico y le mordía ya con saña desde los pequeños dedos de los pies hacia las rodillas. Intentó Pablo forcejear entonces un poco por primera vez con el embalaje que le aprisionaba.
Al terminar la fiesta de Navidad, cuando los profes y todo el mundo se habían ya despedido, Pablo se entretuvo a solas, como hacía a menudo, empinado sobre los sucios y mal abrochados zapatos de suela de material, curioseando, tras sus gafotas rojas torcidas un poco en diagonal sobre la cara taciturna, el mapa del mundo que la de Sociales había colocado a principio de curso en la pared del fondo. Desierto del… Ka-la-ha-ri, deletreó. Era aquella gran mancha tostada de África en la que, según la profe, el calor era tan sofocante que la vida se hacía casi imposible allí. En casa, Papá dejaba tan alto el termostato de la calefacción para que él por nada del mundo se enfriase, que muchas noches, sin poder aguantarlo más, harto de darle a la wii y de tragarse los anuncios de la tele antes de que él llegara, encaramado sobre una silla, abría entera la ventana de su habitación y ofrecía su cuerpo menudo a la intemperie y a la oscuridad reinante allá abajo, aún a riesgo de pescarse una buena pulmonía. Entonces, ¿el Kalahari ese sería un poco como su casa durante esas noches?
Papá, que llegaba siempre tarde y cansado de la oficina, le encontraba a menudo dormido sobre la alfombra marrón de mezclilla. Sin quitarse la baqueteada gabardina oscura, le cogía en brazos para meterle bajo las mantas. Le arropaba y se demoraba un momento mirándole. Se encontraban un instante entonces sus ojos, soñolientos unos y un punto amargos los otros, y aunque su padre ponía cara siempre de querer revelarle millones de cosas decisivas a la vez, sólo atinaba al fin a darle unas deslavazadas buenas noches.
Estaba tan abstraído que no los vio venir. Eran cuatro, o más. Se abalanzaron entre risotadas sobre él, Le echaron un abrigo oscuro sobre la cabeza, como si llevaran largo tiempo preparándolo todo. Debían ser repetidores de algún curso superior, con ganas de llevar a cabo una trastada muy planeada con la que sacudirse de paso el propio aburrimiento. Pablo apenas opuso resistencia. ¿Qué podía hacer él contra esos cuatro mayorzotes, sino esperar que todo pasara pronto?
Lo arrastraron hasta la cocina del colegio. Entre todos lo tendieron, con pies y brazos bien pegados al cuerpo, sobre una mesa de trabajo y vestido como iba, con el jersey granate, que le venía algo grande, y el pantalón marengo del uniforme escolar encima, comenzaron a envolverle bien fuerte de pies a cabeza con una gran bobina de plástico transparente, de esas que se usan para congelar en las cámaras frigoríficas los alimentos. Al cabo parecía Pablo una pequeña momia transparente, algo cómica su imagen de faraoncito petrificado, con el pelo y la nariz espachurrados contra el plástico duro. Dejaron sobre su cabeza un arrugado resquicio en vertical chimenea por el que entrara un poco de aire. Así tendido le depositaron al fondo del arcón vacío y desde allí contempló Pablo, resignado, las cuatro cabezas asomadas un metro por encima de él, las melenas verticales apuntándole a los ojos, algo desfiguradas las caras por las muecas del jolgorio, antes que sobre él cerraran la puerta del congelador.
Aun sumido en medio de aquella completa oscuridad, en la que sólo se escuchaba el continuo run-rún del pequeño motor, maniatado e inerme como se hallaba, imaginaba Pablo sobre sí sucesivas capas de escarcha posándose con suavidad de mariposas blancas sobre todo su cuerpo, como si cuantiosos copos de nieve fueran poco a poco recubriéndole los hombros y las cejas, como esos soldados abandonados en el campo de batalla sobre los que una pacífica y fenomenal nevada descendiera sin cesar desde los cielos condecorándolos con su misma pureza. De momento el embalaje le mantenía a salvo del frío y Pablo se acomodó a la idea de que allí pasaría, en el fondo del arcón congelador, todas las Navidades. Bueno, pensó, hay muchas cosas peores, y seguro que si era capaz de dormirse a tope, de dormirse y dormirse a base de bien, al despertar ya las Navidades habrían pasado. Era cuestión sólo de cerrar los ojos y todo pasaría.
Sólo que, aunque lo intentaba, no era capaz de conseguirlo. No podía moverse, estaba todo en tinieblas, le picaba la nariz. El frío comenzaba lentamente, como un fantasma sinuoso, a atravesar las primeras fronteras abullonadas de las envolturas y a penetrar con la insidia de su filo punzante más y más plegados revestimientos internos. Se le ocurrió a Pablo entonces que si pensaba mucho en el Kalahari, si representaba en su imaginación con viveza el espantoso calor que allí hacía, ese sol abrasador en medio del desierto, en las más altas horas del día, como un mazazo de fuego inmisericorde sobre las dunas achicharradas, y esa arena calcinada sobre la que le arderían los pies sin piedad, mucho más de lo que quemaban los sofocantes radiadores de su habitación estas noches, -cómo se las apañarían los pobres camellos bajo ese sol aniquilador-, si eso hacía, se hallaría a salvo del frío. Y durante un buen rato así fue.
Pero al fin el lengüetazo hipnótico del frío iba macerando su voluntad, aletargándole poco a poco en un sopor helado, como si con siniestro aliento fuera apagando a vaharadas una tras otra los cientos de pequeñas velas encendidas que en el interior de Pablo le mantenían alerta. Trató, entumecido ya, en un último impulso de infantil rabia concentrada, de sacudirse la emboscada criminal del frío y de la presión del caparazón de plástico que le inmovilizaba, pero fue en vano. Sintió entonces Pablo que estaba a punto de parársele el corazón, que la sangre se le espesaba en las venas, que se abandonaba a un mar cenagoso y oscurísimo. Se rindió.
Era como si la oscuridad total se hiciese más y más oscura si cabe por momentos a su alrededor, como si su cuerpo resbalase continuamente ladera abajo hacia una sima impensable que le iba ya devorando sin él apenas oponer nada, hasta que de pronto todo cesó y en lo alto una clamorosa luz anaranjada, que descorriera con su grito insólito un telón muy negro, pareció un sol nuevo. Una presencia extraña que Pablo no podía aún adivinar, ni por tanto descifrar, le zarandeaba y tiraba de él hacia arriba y le golpeaba contra ella, como si a tirones quisiera arrancarle una y otra vez su gélida piel empañada, al tiempo que le soplaba y le soplaba sobre las gafas rojas, casi en diagonal sobre su cara lívida, “mírame, Pablo, mírame” , y vio primero la oscura gabardina baqueteada, mojada en círculos, luego el arcón congelador debajo suyo y la cocina de su colegio, y encontró otra vez los ojos, esta vez un punto vidriados, de su padre contra los suyos soñolientos, como si una noche más acabara de despertarle al volver tarde del trabajo y fuera en sus brazos a meterle bajo las mantas, tan calentitas, “Papá, Papá, que creo que ya es Navidad”, le dijo, como si de entre jirones de plástico hubiese germinado. Y se apretó entonces Pablo bien fuerte contra él.
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QUERIDOS LECTORES Y LECTORAS DEL BLOG, FELIZ NAVIDAD
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