Las llevaba en una bolsita de esas que dan en las farmacias, más de a medias llena. Bien agarrada la bolsa. En el gran patio del Banco de España –mármoles y vidrieras altísimas, parecíamos hormiguitas allí- aguantó la mujer con paciencia su turno en la cola. Una mujer del común, como tú, como yo, enmascarados todos ahora, ya sabes. Soltó al fin todas aquellas pesetas sobre la mesa del cajero que le tocó. Este, enguantado, tras unos segundos de examen, con voz metálica le dijo que… como eran pesetas anteriores a no sé qué año valían todas… NADA. Pero… acertó a decir la mujer. Se le humedecieron al momento los ojos, como estaba cerca lo vi, sí. El cuerpo se le encogió, como si acabaran de darle un golpe que no esperaba, un mazazo íntimo muchísimo más que material: como si todos los años vividos que en aquellas pesetas se aquilataban de golpe el Banco de España los hubiera declarado ilegales, como si la dignidad de su pasado hubiera sido por completo malbaratada y despreciada. Ella misma las recogió como pudo. Seguí con la vista sus pasos. Esperando un milagro probó suerte la mujer con un nuevo cajero de otro departamento, cien metros más allá. Tras los espesos cristales, el nuevo cajero negó con la cabeza. Vi a la mujer de espaldas que, con brazos caídos y pasos arrastrados, abandonaba el gran patio. Ostras, daba pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario