Ah, si morirse fuera como cuando en la mañana ardiente de agosto te amodorras por un momento en un sillón a la sombra, antes o después de comer, da igual, después de haber trabajado en algo bien, y lentamente vas notando el peso de los párpados, que se te caen, el cadencioso irse apagando de los sentidos y el entendimiento, la mano púrpura y esa penumbra dulce del calor invadiéndote a poquitos a través de la frente, el irte adentrando en ese dichoso sopor zumbón, sin poder ni querer resistirte a una arcilla tibia que sobre los ojos se te derramara, sobre el rostro y el cuerpo enteros luego, que ante ti se despliega y en dichosa servidumbre te atrapa no, te abraza, para llevarte consigo a un mundo de muy plácido ensueño.
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