Existe un paisaje que a todos avasalla sin duda para rememorar los días felices de agosto en mi pueblo segoviano: el cegador esplendor de la era en verano, el rubísimo mar de oro puro que parecían las mieses deslumbrantes, extendidas por todo el erial bajo el clarinazo del sol en la mañana… Y se abría entonces para mí, niño de ciudad, un mundo entero y del todo nuevo, sentado sobre el duro tablete del trillo, dando vueltas y más vueltas a aquel círculo de oro, un tiempo sin Tiempo con aquellos dos burros remisos y parsimonios, que me miraban de lado, filósofos achicharrados ellos en la era verdadera, obligados por nosotros a darle tantas vueltas a la cosa… Cómo contarte que esa mañana me había creído yo un indómito vaquero de Marcial Lafuente Estefanía trajinando desérticos parajes de Arkansas, cruzando con el ganado el mismo río Pecos, sólo que era este el río amarillo y reluciente de la parva sobre la era… (página 97 de mis 111 ROSAS).
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