Cuando acabamos de disfrutar un libro, una peli, una obra de arte que por completo nos ha entusiasmado, nos ha extasiado… no sé, deberíamos suspenderlo todo, no exponernos durante un buen plazo de tiempo –siete días al menos en absoluta soledad y oscuridad, quizás meternos en una cueva bien profunda sería buena idea- a cualquier otro estímulo, a cualquier otro surtidor de sentidos, a fin de que la crucial experiencia y el maravilloso contenido recién obtenidos, adentrándose únicos y crujientes, enteros, se posaran lentamente, se adensaran, permearan, impregnaran a conciencia –nunca mejor dicho- y con plenitud todos y cada uno de los recovecos y de las circunvalaciones cerebrales de nuestro pensar y de nuestro sentir, para que allí se alojasen para siempre fertilizándolos y colmándolos, y no envolver y mezclar de inmediato ese éxtasis espiritual, así empequeñeciéndolo, disolviéndolo, olvidándolo, entre la ristra habitual de imágenes chocarreras y bobadas en pantalla continua en que la vida postmoderna consiste.
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