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lunes, 6 de noviembre de 2017

Por qué debería Tarantino hacer la Película sobre Weinstein, el Hombre que avasallaba a las mujeres



   
   Por ética y por estética. Porque es el más indicado. Porque debería ser el más interesado. Más ahora, cuando él mismo reconoce, suya culpa, que “no debería haber trabajado con él, sabía lo suficiente para hacer más de lo que hice”.  Porque tiene Don Quentin muy buena y acreditada y forrada mano para pintar y emborronar los monstruos más sádicos, abyectos y morbosos. Son sus constantes cinematográficas, qué carajo. Quién entonces mejor que él para recrear sus “hazañas”.  Porque Harvey Weinstein fue y es –lo conoce desde hace décadas- su Productor Favorito, el que le promovió al estrellato. Porque premonitoriamente le caen que niquelados los títulos al gañán Weinstein: Perros reservados, Relatos baratos, A prueba de muerte, Malditos bastardos, Weinstein desatado, Los odiosos ocho. Porque incluso ¡su propia novia entonces!, la de Tarantino digo, Mira Sorvino, le contó los sobeteos de que fue objeto por el Gran Productor, e increíblemente el gran Tarantino hizo nada. ¿De qué pasta están hechos todos estos cineastas? Ay, que dice ahora Tarantino hallarse “horrorizado”, un poco cruzándose de brazos. Pues hay algo que puedes muy bien y fácil hacer, Figura, algo para lo que es que te pintas: haz tú, pero ya mismo, el peliculón, sangre, terror y semén, sobre Harvey Weinstein, el hombre que avasallaba a las mujeres.
   (Así se lo propuse, conste en acta, el otro día por el Twitter yo, esta nada con ínfulas, a través de su Club de Fans, que cuenta en 154 K los seguidores que tiene, a ver qué me dice el hombre). 

   Y luego yaque, prenda, te piensas un poquito los valores brutales que tanto banalizan como glorifican tus obras maestras, Artista. 

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domingo, 30 de abril de 2017

Ya quisieran los Tarantino o los Coen hacer una peli como "Comanchería"

   


   Hubiera pagado por verla de nuevo nada más salir del cine, sólo que era la última sesión de un día que esta peli hizo también maravilloso. Ha pasado casi desapercibida en la movida de los Oscar y en la información sobre cine de los media, es decir, han arrojado paletadas de silencio sobre esta película extraordinaria. ¿Por qué? Un absorbente drama, atiborrado de referencias cinematográficas implícitas pero a la vez actualizadas de forma original y vivísima, ambientado en la América profunda, sobre dos hermanos, blancos, que van atracando sucursales para evitar que el Banco se quede con el rancho familiar tras la muerte de su madre, y dos policías que a distancia les siguen.
   Excelente la estudiada composición de los cuatro personajes centrales, la riqueza de ese juego de oposiciones y complicidades, de soledades y de compañías que entre ellos se dan, su profunda humanidad, sus poliédricas razones, sus dolientes sentires.  Logradísimos los diálogos, tan afilados como inteligentes, al servicio siempre de la historia. Asombrosa la brillantez del guión y de la dirección para a la vez mostrar y expresar tantísimas facetas del presente: drama íntimo y social a la vez, el elemento humano y sus dilemas, las absorbentes minorías étnicas y sus mutuos prejuicios, su comedia y su tragedia, y la inmensidad del paisaje, esas inabarcables llanuras en toda su desolación y  grandiosidad. Portentosa la medidísima concatenación, trenzada con preciosas músicas, de los ritmos en la historia, que alternan la pura acción con el remanso de la misma, y las transiciones entre una y otra, para que más hondamente se pose así todo en el entendimiento del espectador. Una muy fina y artística mano en la composición de los encuadres, a menudo en hermosísimos tonos ocres sucios, que nos remiten a los mejores pintores y fotógrafos norteamericanos de la Depresión y la Posguerra, muy pertinentes con la historia y que sin guiño  de virguería auto-ombliguista se nos ofrecen uno tras otro. Imágenes de una resonancia artística y sentimental poderosísima, sin pecar nunca de enfáticas.

   Reflejo crudo de la violencia actual, claro, pero no regodeándose en ella, como Tarantino o los Coen, no haciendo de la misma un espectáculo o un cebo viscoso y facilongo sobre el que afirmar una dudosa autoría; antes al contrario, adoptando ante ella no una actitud sermoneadora pero sí ética: el diálogo final inscribe de forma tan nítida como expresiva las consecuencias fatales que inexorablemente comporta la violencia, la amenaza de deshumanización que siempre encierra su desatarse, la apremiante necesidad en quienes la ejercitaron –legal, arbitraria o necesariamente- de hallar paz en sus conciencias, pues sin dudas ni remordimientos ante ella, no hay ya humanidad. Muy grande, pues, esta “Comanchería”. ¿Por qué ha pasado tan injustamente minusvalorada?  

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martes, 28 de marzo de 2017

Los odiosos (y tanto) ocho de Tarantino



 
   No hay cosa, en especial entre las que más valiosas son, donde el gran Tarantino ponga los ojos que no la llene de mugre, que es su podrida esencia constitutiva. Sangre, hedor y vómito sería su celebradísima divisa. No se cansa el tío –su buena pasta debe darle, ciertamente- de multiplicar sus heces fílmicas. Tarantinitis crónica, diríamos, pues más que con la cabeza –del corazón ya ni hablamos- pareciera hacer sus películas el figura con el intestino grueso desatado. Son para estudio clínico, desde luego, las morbosas fijaciones parafílicas que con cada creación suya el artista tarantino a granel nos estercolea: la banalización y a la postre glorificación de la violencia más extrema, el regodeo en las más repugnantes amputaciones y las sangrías a chorretones, los hediondos vómitos y la obsesión por lo crudamente excrementicio, la sexualidad pornopsicópata, el hablaje más deshumanizador y grueso.
    Si en anteriores entregas abonaba Tarantino las más sagradas Causas (el nazismo, la esclavitud, Malditos bastardos, Django desatado), al servicio siempre de su hedionda cosmovisión gore, en esta la emprende el artista con una Obra Maestra del Cine, del clasicismo en su más depurado esplendor, pues es a la mítica Diligencia de John Ford a la que sin cesar remite este engendro. Todo lo que en la Summa Artística de Ford era incontestable Maestría épica, lírica y dramática, genio narrativo y arte alado en la construcción de personajes y escenas tras los que palpitaban hondos valores humanísticos, es marrullería tramposa,  viscoso engrudo mefítico y demente complacencia hacia la más aniquiladora violencia en estos odiosos ocho.  De Ford a Tarantino, así ha ido el cine triunfante degenerando, en el muladar de la regresión cultural que ante los ojos tenemos.

   Tarantino desata en pantalla sus más mórbidas pulsiones… y ese tácito descenso a los más bajos instintos es lo que a sus millones de admiradores propone. Obsérvese como incluso esta vez desde el mismo TÍTULO, y ello es bien significativo, pronuncia él, a modo de tecla para el éxito seguro hoy, la sin duda pulsión dominante del presente: el ODIO. Si a propósito del “Paterson” de Jarmusch hablábamos aquí (post 12-3-2017) de una suerte de reivindicación de un realismo limpio, con estos Odiosos ocho de Tarantino El fino cabe hablar de la apoteosis del hiperrealismo mugriento.  Que le aproveche, pero apártense, pues encantado les eructará en toda la cara.

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sábado, 12 de diciembre de 2015

Tarantino desatado, pero qué Mugre



   
 En diciembre, amigo/a, que huele ya a Navidades. ¿Regalarle a alguien, regalarte mi libro? ¿Agradeces el blog? ¿Lo valoras? ¿Merece una pequeña recompensa? Necesito vender algún ejemplar más de mi libro, que es además muy bueno -creo-, para seguir escribiendo también este blog. Pídemelo y te lo dedicaré personalmente. 

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LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
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154 pgs, formato de 210x150 mm, cubiertas a color brillo, con solapas.  Los interesados en adquirirlo escribidme por favor a josemp1961@yahoo.es

“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones del mundo” (Pessoa)


    Que le dieran a Mr Tarantino el Oscar 2012 ¡al mejor guión original! por la bazofia sanguinolenta de Django Unchained refleja y revela casi mejor que nada el Reinado de la Mugre imperante. No la había visto hasta la otra noche en un canal del Tdt. Resulta de nuevo irritante la estúpida y morbosa banalización –a través de una destilada fascinación- que de la violencia extrema vuelve a proyectar Mr Tarantino. Qué obsesiones más nauseabundas revela esa retorcida mente desatada, qué imaginario simbólico más enfermizo ese… que es mina de oro ahora.
     Y eso que -¿cálculo comercial?- el exitosísimo cineasta pelea por autocontrolarse y al fin madurar: apenas aquí ya vísceras y casquería palpitante en primeros planos, suplantadas, eso sí, por chorretones de sangre en industriales magnitudes, balaceras explícitamente carnívoras y más que amagos de virulentas y cruelísimas mutilaciones. Peor aún: si en sus primeros títulos el universo temático que canalizaba el arte tarantino era el del cómic, que con sus códigos extremos de alguna manera validaba cierta pertinencia de las genuinas pulsiones del cineasta, en sus últimas entregas utiliza trascendentales causas históricas –la resistencia anti-nazi en Malditos bastardos, la esclavitud racista aquí- en las que legítimamente dar rienda suelta y bien explícita a sus tremebundos demonios interiores, que en gran manera convierten a nazis y anti-nazis, racistas y anti-racistas, en un similar e indistinguible engrudo unos y otros de patanes macabros y sanguinarios. ¿Acaso es esa la auténtica visión tarantina?
    Nadie puede negarle, por supuesto, a Mr Tarantino cierta inventiva visual y la sabia composición de climas narrativos, y por eso mismo más delictivo parece que su indudable talento sea puesto al servicio de tan pobres como penosas posiciones éticas y estéticas: en este Django combina memorables hallazgos escénicos y argumentales (el arranque poderoso, el originalísimo personaje del libertador de Django, la trama en la mansión del esclavista) con soluciones infantiles por irrisorias (la trampa a los bobos del Ku-klux-klan, la salvación última del propio protagonista) que impiden tomarse en serio la película. 
      Resulta así desolador comprobar el escaqueo tarantino ante los valores de la amistad –entre Django y el doctor Schultz- y el amor –Django y Broomhilda- que en la película indudablemente figuran, y la chapucería con que en un pis-pás el cineasta plasta los malogra (cuando los torturados enamorados, que nada sabían el uno del otro, de repente se encuentran… a Tarantino nada mejor se le ocurre… que el desmayo de ella con una jarra de agua en la mano, y en el plano siguiente parecen juntos desde siempre) en pro del ya cansino espectáculo de bruta violencia desatada que sólo a su sórdida fascinación convoca.  

viernes, 31 de octubre de 2014

Malditos bastardos etarrras

  


   
      (Termina este octubre, ¿lector? ¿Te gustó el blog? ¿Lo aprecias? Necesito vender algún ejemplar más de mi libro, que es además muy bueno -creo-, para seguir escribiendo. Precio por correo normal: 10 euros)

   
   Al muy etarra Antxo Guinea Lasartegui, encarcelado durante una década por pertenencia a banda armada y tenencia de explosivos, nada mejor se le ocurrió que enviarle un sms con el asqueroso anagrama del hacha y la serpiente… a una víctima del terrorismo, a una mujer, hermana de Ignacio Uría, empresario asesinado por la banda etarra en 2008.
   
   ¿Podemos, sí, podemos representarnos el horrible revoltijo de imágenes, de angustias y de odios, de tristezas y de asco, que en las entrañas se le removerían a esa pobre mujer al abrir el sms y darse de bruces con el santo y seña de los mismos criminales que de forma tan despiadada como cobarde liquidaron a su hermano?

      
   Si decía ayer el Carnicero de Mondragón que, de arrepentirse él de sus bestialadas, naranjas de Euskalherría, parecería que este Guinea Lasurtegui se complace en recrear ahora en la hermana del asesinado la carnicería etarra. ¿Se ganan o no a pulso la completa repulsa estos auténticos etarrones? Válgame Dios que no me gustó un pelo la estúpida Malditos bastardos del -a mi juicio- cretino Tarantino, pero con el espanto de la noticia se me vino a las mientes esa tremenda escena en la que los héroes tarantinos a punta de navaja le grababan a los nazis su odiosa cruz gamada en toda la extensión de la frente. Y eso mismo entonces les deseé, yo confieso, a esos malditos bastardos etarras, que llevaran su hacha y su serpiente, el símbolo de tanto Mal, en el frontispicio de su jeta inscrita así  para siempre, para siempre. 




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lunes, 13 de octubre de 2014

El Verdugo de la Yihad, de Berlanga a Tarantino

  



    “I´m back, Obama”. “He vuelto, Obama”. Como un psicópata malote de la pulp-fiction, parafraseando también al brutal Terminator de Schwarzenegger, como en un terrorífico duelo virtual al sol, así le apostrofa al Presidente de los EE UU el matarife de la Yihad, como si de un jueguecito peliculero y particular entre él y Barack todo se tratara. Casi pareciera, dado el alarde fílmico del degollinador, que, más que rebanarle in situ el pescuezo a un  aterrado hombre, estuviera el verdugo reclamando una oportunidad en el Hollywood más gore.
     
   Me parece que van ya por cuatro las solemnes actuaciones decapitadoras del verdugo yihadista, el talentoso rapero londinense Abdel Bary, hijo de un prestigioso abogado egipcio, que aquí ya glosamos en sus aspectos iconográficos, en parte tomados de Seven.
     
   Siempre el mismo, se ve que el artista le ha cogido el gustillo a las bárbaras decapitaciones. Esas sistemáticas alusiones cinematográficas en la puesta en escena de su barbarie parecen revelar una mente atiborrada y podrida por infames productos audiovisuales que glorifican la violencia desatada y sangrienta. Es tal la sangre fría del figura en los macabros videos que tampoco extrañaría tanto que el mismo Tarantino lo fichara para su próxima parida, dado el regusto morboso y la regresiva postura ética que ante la violencia (ninguna seria repulsa frente a la brutalidad, espectacularización exhibicionista de la misma) suele mostrar su universo fílmico.

   
   Puede verse también en esto la regresión cultural y ética que vivimos en esta época malhadada, si la comparamos con la honda propuesta moral que latía en la extraordinaria “El verdugo” de Berlanga: aquella memorable escena de síntesis en que al horrorizado verdugo tenían que conducirlo a rastras para que realizara su terrible función, como si el mismo condenado fuese él. Vemos aquí ahora al héroe Tarantino, deseoso de colocar su frase antes de rebanarle el pescuezo a un hombre, en todo su esplendor macabro.






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martes, 8 de enero de 2013

El Abismo moral de Tarantino



  Anoche volví a “Pulp Fiction”. Qué bazofia. Qué idiota majadería para descerebrados esa “cosa” tarantina. Si la primera vez algo de la extravagancia que la orla me había epatado, ayer  sentí verdadera vergüenza de haber una vez sucumbido a esa estúpida ola de pasmarotes pasmados. Salvando sólo la secuencia del bailecito Travolta-Thurman, rosa en el fango, qué cúmulo de criminógenos despropósitos a cual más morboso cuanto más inhumano.
     Llevan tanto tiempo el Arte y sus oficiantes seducidos por el Mal que hasta estos estrafalarios abismos de idiota casquería desciende, autorecreándose encima en su suerte. Puede que hoy incluso parezca  Pulp Fiction (1994) pellizco de monja ya,  dentro de la imparable carrera hacia la Mugre que a diario las industrias culturales ventilan, lo sé. Fue en todo caso una de las piedras fundacionales para la complacencia y la banalización de la violencia más extrema cuanto más degradante. La brutalidad con todas sus vísceras bien chorreantes exhibida, que no se diga.
     Claro, una sociedad –la occidental, y más allá incluso, la Aldea global- que entroniza y confiere aura de respetabilidad –que aúna consigo el éxito popular con la rendida admiración intelectual de las élites- a engendros así, mientras orilla y desprecia toda propuesta que no venga acompañada de truculento escándalo, empieza a estar perdida. No es tan extraño entonces, cuando “cosas” como Pulp Fiction son tan celebradas como rentables, que esas mismas sociedades resulten perfectas máquinas de generar psicópatas, máquinas de triturar vidas, qué risa, forradísimo Tarantino.  




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lunes, 3 de octubre de 2011

Padre sin estampa

                                   
     
      Acaso mi padre no merezca quien le escriba. Él no es un legendario coronel sietemachos, no. Su figura nunca bailará boleros por la imaginación de Almodóvar. O claqué por la de Woody Allen. ¿Un suelto por la de Tarantino, quizás? De Tarantino mejor ni hablamos. ¿Sabes?, mi padre nunca me zurró de niño. Mi padre no ha sido alcohólico, ni maníaco-depresivo, ni siquiera ludópata. Podría al menos haber sido ladrón, o un poco asesino, un simpático estafador, qué se yo. Nada de eso. Jamás se largó de casa olisqueándole las feromonas a ninguna querindonga fatal. Tampoco destrozó vajillas a lo Marlon Brando cualquier día que el tranvía no le llevara a su deseo. No, mi padre, su vida, no tiene el más mínimo interés artístico.
     Lo único que él tenía, recién casado ya, era una yegua alazana del color de la canela. De ella se servía para las fatigosas tareas agrícolas en su pueblajo segoviano. Arar, trillar, acarrear, escardar, cosechar, esas labores tan cacofónicas. Llegó un momento en que el campo apenas daba ya para comer, y Madrid era entonces una inmensa fábrica de oportunidades inciertas que tantos sueños de darse una vida mejor atraía. Un Hollywood para pueblerinos sin glamour alguno, vamos.
    
     Le debió dar pena tener que vender su yegua, aunque seguro que menos que la que yo ahora imagino, porque la necesidad se aviene mal con el ternurismo. Podía así comprar los cuatro trastos necesarios para meterse con su mujer y dos hijos de cuatro y dos años en una habitación con derecho a cocina de un semisótano sin luz natural cerca de la Estación del Norte. Una feroz alergia al cemento truncó el aguerrido albañil que ya apuntaba en él. En Marconi, la fábrica de relés eléctricos, la paga era una birria. ¿Qué hacer? que dijo el otro. Qué hacer para sacudirse el barro y el estigma de la miseria. Dónde descargar esas ansias atropelladas de comerse el mundo y salir adelante. No, no podía permitirse el lujo de ser rebelde, aunque sí tenía una causa.
     ¿Abrir una bodegucha? Pero, no sabías nada de aquel oficio, qué podía pasar. Pedir dinero al tío Flores con intereses de usura. Arriesgarse. Una bodega de mala muerte que sólo con el tiempo y un esfuerzo indesmayable –y el de mi madre, a su lado siempre- se convertiría en un modesto bar con cafetera y todo. Una cafetera de aquellas de brazo articulado en las que despachar un café era una prueba gimnástica. Más tarde comprar las mesas de formica, la vajilla, las cámaras frigoríficas, el televisor, que los clientes pudieran ver los toros y el boxeo allí, que no se fueran. Todo a plazos, claro.
     
      Abrir el bar a las seis de la mañana, no cerrarlo antes de la una de la madrugada. No librar un solo día durante más de diez años, guiados sólo por la luz del ciego anhelo de dejar atrás la pobreza. Aprendiendo a la vez, poco a poco, a mantener la clientela, a aguzar el instinto y la voluntad inquebrantable, sin apenas tiempo para descansar, sin ayuda, superando sinsabores y reveses –siempre abrían cerca bares nuevos y más modernos-, rehuyendo las fáciles tentaciones de quien nunca tuvo nada y encuentra al fin cuatro duros en el bolsillo. No parar, reformar, ampliar con el local de al lado, una barra nueva de zinc, toldos de color. Comprar por fin –delante de una montaña de letras, de las de pagar- un minúsculo piso bajo en Aluche, helador en invierno y un horno durante las noches del verano.
     Años de incertidumbre, en los que cada señor que llegaba al bar con un maletín podía ser un cobrador. ¿Podremos pagar? Aquel, de impoluta gabardina, al que hubo que dar hasta la calderilla que quedaba en la registradora. Noches de caer rendido en la cama, con hijos pequeños que dormían primero entre cajas de vino –ése fue el aroma peleón que envolvió mis sueños infantiles- o encima de una mesa, entre los alegres clientes nocturnos. Días y años de trabajar resfriado incluso, o con ojos brillantes a la vez por la fiebre y el tesón, doloridos e hinchados los dedos por los sabañones del agua fría.
    
     Mi padre, en fin, que nunca regaló a mi madre una sortija de diamantes el día de su aniversario. Ni podía, ni cuando ya pudo le gustaron nunca “esas bobadas”. Pero pelearon muy duro juntos, rieron y discutieron juntos, se aventuraron y se ilusionaron juntos y juntos paladearon la alegría intraducible de las recompensas conseguidas con el sudor y el afán propios, que transfiguran las meras cosas en testimonios espirituales de ese empeño. Creo que no ha habido un solo día en sus vidas que no hayan dormido juntos. Unieron sus alientos en una tarea común, que era el listón que para los dos sancionaba su valía y que les empujaba a la vez a superarse. Se han entregado la vida el uno al otro. Se diría, por ponerle un poco de falsa y manida literatura a su modesta epopeya, que el día que decidieron unir sus vidas, fue como si en efecto se soldaran el uno contra el otro, y que no hubieran dejado desde entonces de cabalgar unidos, a los lomos de aquella yegua alazana color canela de su prehistoria, infatigables y joviales, en la remontada de la escarpada ladera de la montaña de la vida.
     Y verles ahora, de viejos, a veces discutir con encono y cruzarse crueles reproches por cuenta de quién olvidó regar los geranios, o quien confundió el programa de la lavadora, o quién ha de marchar al exilio de la habitación de al lado para ver a solas su triste serial favorito, le llena a uno, he de reconocerlo, de un terror… tarantino. También puede que estas lineas  sirvan para doblegarlo.
     
     Pero sí, la peripecia de mi padre al cabo no encierra enjundia artística alguna. Resulta insulsa y tediosa, lo sé. No sólo la suya. También la de millones de hombres y mujeres que como él, sin apenas formación y en un ambiente hostil, pero con idéntico coraje indomable, mejoraron su suerte y la de los suyos, y mejorándose ellos, hicieron también mejor cuanto les rodeaba. Ningún creador –de esos de los que se asegura indagan como nadie en las más esenciales notas de la condición humana- compondrá con sus vidas poema, película o himno alguno. Mi padre, ya se ve, tampoco es el padre de Franz Kafka. Es sólo mi padre. 

(post-post:lamento andar sin tiempo para comentar, para visitar, para agradecer. Gracias a todos)