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miércoles, 4 de julio de 2012

Las sonrisas con que terminaba sus frases (y DOS)




   
   
   Te dices al principio, cómo carajo puede un nipón a los 45 tacos “comprender” tan a la perfección los códigos vitales de la aristocracia y de la alta servidumbre de la aristocracia inglesa protestante de principios del siglo XX. ¡Claro!, una muy similar impenetrabilidad oriental en el carácter, una misma renuncia a la manifestación de los sentimientos íntimos, una parecida exaltación de la lealtad y el trabajo, conforman los salvoconductos que hacen posible esos vasos comunicantes. Y la pericia suma del nipón estriba en “comprender” en toda su humanidad el drama soterrado y terrible, apenas expuesto, de este impecable mayordomo incapaz de traspasar la cárcel de su autodisciplina. Lo sencillo sería ridiculizarlo y hacer una facilona novela de tesis; el reto era mostrárnoslo por dentro, para que asistamos a sus razones, a su vida, a su historia, para que lo compadezcamos, para que lo comprendamos, para que lo amemos.    
    
   Cómo siendo una historia tan triste –del inexorable paso del Tiempo, de las oportunidades que no vuelven después nunca a ofrecerse- puedes a la vez hallarte tan elevado y regocijado reviviéndola es el mérito prodigioso del escritor. Pues, pasados los años, reúne de nuevo el Autor a los protagonistas, más conscientes que nunca del fuego inmenso que entre ellos prendió, y por un momento aletea ante ellos –y ante nosotros, lectores-  la posibilidad de que… No, son viejos ya, su Tiempo pasó, tiene ella ya su vida conformada, causarían mucho dolor a terceras personas,  no tendría ahora sentido para ella el resquebrajarla.
   Paladea, lector mío, la pericia de Ishiguro para revelar de forma magistral en toda su almendra el misterio oculto del amor, esa llama que a los protagonistas, al cabo de los años, vuelve a sobredorarles el rostro cuando vuelven a encontrarse… y hablar:
   “… No fue tanto el contenido de nuestra conversación como las sonrisas con que terminaba sus frases, ciertas inflexiones irónicas con que modulaba a veces su voz y algunos movimientos de las manos o los hombros, lo que inconfundiblemente me trajo el recuerdo del ritmo y la manera que marcaban nuestras conversaciones del pasado…”.
   
   En la película, que era también maravillosa, al menos al despedirse, creo recordar, se ofrecían el uno al otro entonces la mano. ¡Era la primera vez en sus vidas que, pese a tantísimo amarse, se tocaban! Miento: la segunda, la primera es en la preciosa escena del libro –si encuentro tiempo, para ti y para mí la recrearé, esa invasión de los dominios privados del mayordomo que ella lleva a cabo, anhelante por “entrar” en él, y que él vive casi como una violación, en mágica y elocuente inversión de la teórica naturaleza de los sexos, maravillosos ahí los actores,- durante la que posa también un instante ella la mano sobre la de Hopkins.
   En el libro, en la despedida, ni cruce de manos hay; sólo las palabras, como seda de la boca, para simbólicamente acariciarse en el adiós. Si ha necesitado Stevens más de veinte años para armarse de valor propio y reconocerse a sí mismo su amor por miss Kenton y de forma indirecta ofrecérselo, es bien amargo que sea ella  quien, como vencida por el Tiempo y anclada ahora en una lúcida resignación, lo rechace. “No se puede hacer retroceder el tiempo”, le dice. “¿Por qué no admitirlo, sentí que entonces se me partía el corazón…” se reconoce ahora Stevens (¡y se nos encoge entonces a nosotros al por vez primera –está terminando la novela- verle derrumbarse y mostrarse en términos tan sentidos y humanos!) para acto seguido desembocar en la misma lúcida resignación de ella, como si a una misma estación que les separa hubieran llegado ambos en la encrucijada de sus vidas: “Me volví hacia ella y le dije: Tiene usted toda la razón… Ya es demasiado tarde para hacer retroceder el tiempo. Además, no viviría tranquilo si por culpa de estas ideas usted y su marido fuesen desgraciados. Como muy bien ha observado, todos debemos dar gracias por lo que de verdad tenemos.
    
    Sí, recuerdo muy bien la tarde en que terminé “Lo que queda del día”. Se acababa también el día tras la ventana, e incapaz de moverme, leía yo casi ya a oscuras. Mis ojos brillaban tras las gafotas en medio de la penumbra, estoy seguro. Cerré las tapas, las acaricié un instante, miré un momento hacia fuera, como traspasando aquellas sombras que esparcía allí la atardecida. Respiré hondo.  Ya volvería el mío figlio. 



Post/post: gracias a MAMUMA, a Javir, a Andando por las nubes -seguidora ya de este blog-, a BEGO -tienes razón- a NVBallesteros por conjurarse un poco conmigo, por bloggear ayer a mi lado, GRACIAS.
    

4 comentarios:

Jujope dijo...

Genial, magnífica película. Superlativo texto que la inspira. Por desgracia, cuando nos sentimos tentados de, o llegamos a, atravesar la línea roja (permíteme amigo que utilice el palabro esta vez, sin que sirva de precedente) que representa ese crucial y paradigmático "además... todos debemos dar gracias por lo que de verdad tenemos", metemos la pata hasta el corvejón. Pero vivimos tiempos decadentes y desastrosos de no hacer caso a la mínima instancia moral de nuestras vapuleadas conciencias y declinados instintos. Ese magistral relato no puede hoy enseñarse a los chavales, como alternativa a cualquier perorata de educación para la ciudadanía, sea de estos o de los otros.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

¡Leches Maestro! si el libro es la mitad de bueno que los dos post que le has dedicado lo voy a tener que leer y todo.
Saluditos.

NVBallesteros dijo...

hay varias frases escritas aquí que me voy a "robar" con tu permiso...

Saludos

CHARO dijo...

Jose,Chapeau.Tanto sobre el libro como de la película no se puede escribir más y mejor.

-Llama la atención el amor hacia los personajes en todo tu texto.Y no solo.Es la historia completa que te ha arrullado hasta el fin.La luz,¿decadente,crepuscular?,atravesando el ventanal tras la lectura.Son,también, los titulos de crédito que en la oscuridad de la sala,todavia,te fijan mientras esa sensación de tristeza amenaza con desastre.
Acompañamos ese proceso de identificación que,tras la ficción,nos deja caer en la vida.Ya sin remedio,ya sin perdón,ya en el camino de no vuelta.

-Amigo Jose,escribir así,de ese modo elegante y hondo es un don.(como aquello que decia Sir Alec Guinness a Rita Tusingham,¿te acuerdas?).

-Tu hijo...,qué se le vá a hacer.Ya vendrá.Te aseguro que con mis hijas ya ha pasado más de una vez.Y volvieron al sendero del reconocimiento.Eso nos vale.

-Seria bueno que esta clase de historias con sus alcances,venturas,códigos morales,valoraciones varias y desenlaces,tuvieramos algún dia ocasión de hablarlas,para que las miradas,las entonaciones y las expresiones gestuales camparan a sus anchas por todos esos pequeños caminos trazados que quedaron llenos de piruletas perdidas.

-Un abrazo.