Pasó delante de mí una mujer negra de muy exuberantes formas, que
parecía llevar una luna menguante tumbada sobre la boca. Vestía un ceñido
modelito en tonos atigrados. ¿Tina
Turner reloaded, acaso Beyoncé? Pasó.
Como Leire, como tú, como yo. Pasó. Vi
de lejos entonces, acercándose hacia mí, a un conocido. Chocamos las palas como pivots
de la NBA.
Venía con otro tío, por las trazas cincuentón y renacuajo como yo. Sólo
que, donde yo llevaba una convencional camisa azul a rayas, el colega se lucía
con una camiseta de lisérgicos colorines sobre el serranote tronco abombada.
Como si le acabaran de estampar sobre el pecho y a manguerazos no menos de quince
kilos de pintura de unos colores vivísimos y como vomitados unos contra otros. Desde luego, pensé, este tío las deslumbra.
Me lo presentó el conocido y, no me digas cómo lector, pero con ceremonial de auténticos negratas del Bronx ahora, de cuando el Bronx era el
Bronx, puños con puños, pulgares con pulgares enganchados, dientes relucientes enfrentados,
allí mismo aquel fulano y yo nos saludamos. Joder, ni que fuéramos a traficar
material con otra banda.
El conocido pronto se esfumó, y
quedamos el cincuentón de la camiseta rabiosa y yo, mano a mano allí. Empezamos
a voces, pese a estar al lado el uno del otro, a chamullar. Ponían cosas de Shakira, de JiLo, la Danza Kuduro esa
de los eggs, y por ahí. O le caí bien o es que aquel hombre sentíase entre
aquel gentío también muy solo. Con ademán señorial, más allá de su camiseta
espantosa, me pasó la mano por el hombro mientras me impartía las claves para
sobrevivir en el Antro, aunque a
duras penas podía oírle yo. Qué quieres, debíamos de lejos parecer los modernos
Stevens y su Lord Darlington en Lo que
queda del día.
Por dármelas de listo, colocando
los brazos y el cuello serviciales, como a Anthony
Hopkins le había visto yo hacer, le
hablé yo de la increíble mujer negra, que ahora bailaba desmelenada hacia el
centro de la pista. La enfocó de lejos con la visual… y nada, que abriéndose
paso entre la cohorte de bailongos adoradores que en círculos la rondaba, el
galáctico cincuentón al lado de aquella Reina
de Saba que se plantó. Tuvo ya su mérito el alcanzar aquella cercanía, pues
hubo de deslizarse entre y ganarle el sitio a muy modélicos guaperas. Para mí
que los cegaba por un segundo con los destellos chisporroteantes de su camiseta
y con destreza de alero por ahí que se les colaba.
No habráse visto otra vez una pareja más disímil bailoteando tan próximos, orientados el cuerpo de uno hacia el del otro.
¿Recuerdas a De la Vega cuando el
sarao aquel de Maputo? Más o menos, así. A veces el cincuentón, que era un poco
saltimbanqui, parecía de lejos sólo el camafeo resultón que la negraza
imponente estuviera en su danza bamboleando, pero es lo cierto que ella lo
miraba, abría mucho los ojos, y se sonreía
sin dejar de contonearse. Se cortaban allí las miradas de envidia con que los
irresistibles guaperas atravesaban al cincuentón bailarín. Bravo, mi Señor, jaléabale yo en cambio
mentalmente desde lejos.
Hasta que aquella exuberante mujer negra de improviso...
CONTINUARÁ, amable lector, mañana, que no deseo ya fatigarte más por hoy con esta mía danza. Gracias a Juan Carlos, a Anónimo, a Kayla, a Paloma, a Mónica, a BNBallesteros por entrar en el Antro, eso es, párrafo a párrafo conmigo, pot bloggear ayer a mi lado. GRACIAS.
3 comentarios:
Me encanta como recreas y te detienes en la pequeñas cosas, ganas me han entrado de imitar a la esa imponente bailarina y mover mi gran masa corporal. Saludos
Lo cuentas tan bien que me ha parecido estar allí contigo; es más, seguramente lo estaba, bailando desmelenada entre la gente mientras tú solo tenías ojos para la diva de ébano...
Sigo con interés tu historia.
Un beso con cuerpo de baile ( o dos).
Desde luego qué cosas tan divertidas le pasan, estaré atenta a la segunda entrega.
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