El aliciente de ser actor, supongo, además de dar cauce sobre el cuerpo
propio al impulso de expresividad que lleva uno dentro, debe hallarse también
en la fabulosa experiencia vital que ha de ser eso, el vivir de forma intensa y
a veces sublime muchas y muy diferentes vidas, es decir, paladear uno mismo la
multiciplidad potencial del ser, más allá del escueto rol que la existencia
casi le impone y le restringe al ciudadano normal. Poder así ser durante una
temporada un santo, luego un truhán, más tarde un idealista puro, mañana un
rockero maldito, un aventurero indómito, en fin. Viven desde dentro, en toda su
riqueza cualitativa, en toda su exaltación, muchas más vidas que tú y que yo,
jugadores de unas solas y casi siempre mediocres cartas. No digamos ya aquellos
socialmente considerados como GRANDES ACTORES, envenenados además con la letal
droga del aplauso y la veneración pública.
El inconveniente y el problema bien jodido para ellos ha de ser,
supongo, la vida cotidiana, la suya
propia. Con tantas dotes interpretativas sobre sí, con tantos recursos
gestuales a su alcance, con tan descomunales resortes de fingimiento y de
"actuación", ¿cómo van sus íntimos a creerse nada de ellos?, ¿cómo
convencerse de la limpia sinceridad de sus declaraciones de amor o de rabia, de
confianza o de amistad?, ¿cómo saber cuándo actúan y cuando no?, cómo no pensar
que sin ellos mismos quererlo les devoran su natural tendencia al histrionismo,
es decir, a la impostura.
Así también los Políticos, claro, que siempre han sido un mucho actores, pues
es lo específico suyo, más que las realizaciones y logros concretos, que se
pierden entre la melé de ruido y furia en que la Política consiste, el saber
“venderlas”, esto es, interpretarlas y comunicarlas con convicción y expresividad.
Y si hasta ahora los Políticos “actuaban” sólo como políticos, limitados a un
concreto personaje, son ahora cada vez más actores totales, y así les vemos
cantar, bailar, saltar, abrazar, dar pésames, contar chistes, tirarse en
paracaídas, meterse en un bólido de carreras, acudir a programas de la telebasura, besarle la calva a un
bailarín… en fin, sobreactuando siempre, tratando desesperadamente de
resultarnos creíbles, próximos, cercanos y tal y tal. Obsérvalo, por cierto: nunca les verás enfrascados en un
libro/libro. Esa imagen, síntoma de la regresión cultural que vivimos y del
homo gañanis prototípico de las
Sociedades de la Telebasura, no vende; al contrario, establece una barrera de
presunción de superioridad sobre el ciudadano normal: perjudica.
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