Dominar el mundo. Imponer su ley y a
su manera. Puede parecer una simplificación gruesa, pero en esencia de eso
se trata. Tras la descomposición de la
Superpotencia soviética y de su órbita, que pretendió también en el origen,
en base a sus principios fundacionales, la extensión planetaria de su poderío y
de su ideología antidemocrática, y que hubo luego de conformarse con el gobierno de casi la mitad del globo (la Guerra Fría), de manera consciente o
inconsciente, por aquí y por allá, así o asá, el Islam –con sus millones de adeptos, con los enormes territorios
que abarca, con sus ingentes recursos, con la fuerza de su fanatismo- se siente
llamado a ocupar ese vacío, haciendo de
los yihadistas y de sus mentores la
vanguardia armada y legitimadora de ese designio.
La efervescencia ideológica y guerrera del Islam, en su fuero interno primero, sus sucesivas fermentaciones,
acarrea históricamente la imposición de la facción más violenta y brutal, en la
medida en que esa cultura guerrera
legitima ante la mayoría de sus adeptos a quienes más victorias militares, por
uno u otros medios, consiguen.
Ahora el llamado Estado Islámico,
dentro del complejo tablero de intereses de la política internacional en que siempre consiste la Historia,
cristaliza, incluso nominalmente, su
más amenazante y potente base de poder redentorista. Han establecido el embrión,
a modo de lo que la fue la URSS, del bastión inicial sobre el que extender sus
sucesivas conquistas, superando la fase de una mera cadena de atentados aquí y
allá. Han proclamado un Califato de
ambición universal. Han difundido al mundo, en esta era icónica, una miríada de aterrorizadores videos que tanto muestran sus maneras como buscan eso, infundir
terror para consolidar y hacer respetar sus conquistas.
Con masacres como la de París,
además de buscar la polarización ideológica que debilite a las sociedades
occidentales –que menos que nunca creen en los valores que representan- y de
lanzar un gesto de brutalidad que para sus difusos seguidores señale su fuerza,
es decir, su prestigio, tratan sobre
todo de detener la intervención de los países occidentales contra el propio Estado Islámico, a fin de conseguir el
asentamiento consolidado y pleno de ese Califato, que una vez ajustadas las
cuentas internas en el Islam, a modo
de Superpotencia guerrera planee el dominio mundial sobre los infieles.
Cuentan a su favor con el avispero endemoniado de mil intereses que se
entrecruzan en Siria –suníes,
chiíes, rusos, primavera árabe, opositores a Assad, turcos, kurdos, monarquías
del Golfo, Irán… el terrible damero que podría desencadenar una Guerra Mundial-,
con el horrible fervor belicoso y exterminador en el que los rebanapescuezos
están más que entrenados y con la secular división de Occidente, cuyas
opiniones públicas, también en las anteriores guerras mundiales, son
mayoritariamente pacifistas, más la inestimable colaboración, también como en
las Grandes Guerras, de una legión de tontos
útiles, a medias divididos entre idealistas ignorantes y meticulosos
odiadores de Occidente, que
tranquilamente se han pasado del ultracomunismo a la complacencia comprensiva con la Yihad, pues para ellos Occidente
es siempre CULPABLE, culpable de todo y del todo.
No existe asunto, no digamos si es de política internacional, en el que
una parte pueda pretender llevar toda la razón. En eso se basan los
totalitarios para blandir sus demagógico fanatismo. Occidente –la democracia
representativa, la sociedad abierta- tiene sus errores y sus horrores, no es la
realización del Bien y de la Libertad y la Democracia inmaculados sobre la
Tierra, desde luego, pero frente a la
Yihad, como lo fue frente a la URSS,
representa un mal mucho menor que ellas, es decir, un bien que ante ellas es
necesario defender.
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON INFULAS
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