En medio del morbo sobre los lodos todos que trajeron aquellos polvos,
una vez más también en este caso se
distraerá de lo esencial a la
Opinión Pública, esto es, a la actitud que ante los hechos debería mostrar y
guardar la mayoría de los ciudadanos de una sociedad que merezca ese nombre: una mujer brutal y fríamente asesinada por
la espalda, y luego, a cañón tocante
–como los más sanguinarios etarras- en la nuca rematada… ¡por otra mujer de esa
misma alta sociedad provinciana que frisaba ya las sesenta castañas!
Así de espeluznante es la nuez
principal de los hechos, que a cualquiera debería desbordar de espanto el
ánimo… de no ser por toda una producción cultural
filopsicópata que, llenando las pantallas y los principales escenarios de
representación social, de sobra nos inmuniza contra estos horrores casi ya
cotidianos. Obsérvese que a estos efectos narcotizantes, el tradicional abismo
que separaba grandes urbes y sesteantes capitales de provincia háse por
completo difuminado, niqueladas y homogeneizadas unas y otras bajo la misma
pasta mugrienta de la Telebasura y la susodicha cultura filopsicópata, que hacen de los malotes unos muy atractivos e hipnóticos tipos, mil y una veces
retratados, es decir, alimentados en su Ego.
Porque no nos detenemos a pensarlo, claro: que en ella brotara la flor
negro del odio, bueno, vale, pero cómo germinó en ella, sin antecedentes de
violencia en su haber, la fija idea nada menos que de asesinar a otra persona, cómo
pudo esa mujer a los sesenta, siendo la esposa –separada- del Comisario de la
Nacional allí, conseguir el arma, familiarizarse con ella, con su uso, dónde
pudo adiestrarse en su manejo y quién en ello la acompañó, que no es obra todo
esto de cuatro días, cómo se preparó psicológicamente para afrontar la terrible
ejecución de un crimen, cómo implacablamente lo planificó, cómo fue luego en
efecto capaz de con impresionante frialdad de auténtica killer profesional llevarlo a cabo, de huir de allí sin
descomponerse, cuestiones todas ellas, en contra de lo que en las pelis parece, nada sencillas, cómo, en
fin, pudo en ella albergarse tanto Mal y
en persona desarrollarlo y ejecutarlo sin piedad ni trauma alguno siendo de
apariencia tan finolis, cómo puede
además esa mujer no demostrar el más mínimo arrepentimiento de su bárbaro
asesinato… a los sesenta años.
Y que de no ser por el innato instinto profesional y del Bien de un policía jubilado –de quien
significativamente ni su nombre ni su imagen conocemos- que por azar allí se
halló, y que, con su pericia y a riesgo de su vida, siguiéndola hizo posible su
detención, lo más probable es que la Señora Asesina de rositas hubiera escapado.
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