UNA TARDE EN EL RETIRO (3)
... Aunque cuando más se despepitó la
chiquillería –a todos en ese instante se nos olvidó por completo el fiasco
tremendo del Retiro esa tarde- fue cuando, de forma inopinada y sin truco
alguno, un golpe tremendo del aire arrancó de pronto el bombín negro de la
cabeza del payaso, bombín que rodó y rodó por los suelos, para desespero real
de aquel, quien, avinagrado de verdad en el envite, temeroso de perder ahí su
valioso instrumento de trabajo, intentaba y no podía con las manos atraparlo,
ya que un nuevo latigazo de viento lo desplazaba otro techo, y de nuevo lo
mismo otra vez, para explosión descontrolada de las risas del respetable, que
es que se tronchaban allí aquellos renacuajos. Al fin el payaso pudo enganchar
con un pisotón el ala del bombín, se lo encasquetó de nuevo sobre el melón,
abrió mucho la boca y los brazos en risueño reclamo… y atronaron sobre él los
aplausos, por supuesto.
Terminó el cómico su actuación, sinceramente le ovacionaron aquellas
gentes, y en el fondo del bombín de marras le fueron depositando la voluntad,
su voluntad, la mayoría de los asistentes. Los padres les daban las monedas a
los niños y estos encantados acudían hacia el payaso, que junto a los zapatones
había dispuesto el sombrero, entregándole allí, más que las monedas, su propio
corazón ilusionado, es que era así. Se
disipó la concurrencia. Se quedaron con el payaso un par de chavales mayores,
gamberretes, tratando acaso de mangarle o sonsacarle algo, de arrancarle por sorpresa
la nariz falsa, pero éste, con una formidable imprecación aquí impublicable, añadida
a una mueca feroz, de allí los expulsó sin contemplaciones. Recontó el payaso
la recaudación, y sin gesto alguno, como quien está más que hecho a lo malo y a
lo regular, lo puso a buen recaudo entre sus enseres. Se quitó la nariz, se
cambió los zapatones por otros normales, volvió a caer sobre él el triste manto
de su edad verdadera, en fin, se ensimismó entre sus cosas, casi mimetizándose
con la melancólica oquedad de la tarde.
Volví yo también a lo mío, al duro banco de mis libros. Más de lo mismo,
para qué repetirlo. Alfonso XII, su sable, el estanque estancado, las barquitas a medias, la rala procesión de
las gentes, sus ojeos de soslayo a lo mío. Después del éxtasis mágico del
payaso, de que le viera yo luego despojarse del disfraz de su trabajo y
aviejarse, por ósmosis en aquel
microcosmos del abatimiento me ganaron entonces un poco la depresión y la
tristeza, qué quieren. Que qué demonios hacía yo allí. Que si aquello de que en
esta ciudad hay que partirse la nuca para… vender un libro. Que si mejor para
eso que me llevaran preso los guardias, igual saldría en la prensa y entonces…
lo que sigue. Cosas así. Cerré incluso los ojos ante el Sol -como aquel
personaje de Kieslowski que luego copietearon cien películas y mil anuncios-,
pues quiso justo entonces el astro rey desmentir con su caricia aquella
grisura. Hmmm, bueno, hombre, no se estaba del todo mal allí así, en aquel agridulce
purgatorio. Con un poquito de sol suave sobre los ojos cerrados se puede
aguantar casi todo, ¿no? Y cuando al cabo los abrí… ¡dios mío!, ella estaba
allí, a mi lado, respetando pacientemente el dorado paréntesis de mi ataraxia. No,
pensé de inmediato, a las hadas no hay que hacerles fotos, es inútil además el
hacérselas, se escabullen siempre en el proceso del revelado, jamás podrá una cámara capturar su esencia. “Acercaos,
hada mía, con vos me traéis el sol”, al revés que el otro pensé. Entonces... CONTINUARÁ MAÑANA
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