UNA TARDE EN EL RETIRO (2)
... Ya digo, la tarde estaba en el Retiro
tibia y anémica, convaleciente del éxito apabullante de la convocatoria
aledaña. Paseaba por allí –quién lo ha visto, quién lo veía- un personal escaso
y desganado. Lo de siempre: miraban de reojo al paso la preciosa portada de mis
ejemplares, me miraban de reojo luego también a mí y… pasaban. Lógico y
natural. ¡Si hubiera sido yo todo un metrosexual en shorts allí, otro gallo me
hubiera cantado, claro! No era el caso, ay. Qué sabían todos aquellos de mí.
Nada. Qué podía esperar yo entonces de ellos. Nada. Por eso mismo no estaba en
absoluto yo contrariado. Yo SÓLO ESPERO ALGO de quienes me conocen, de quienes
me leen, de quienes aquí me siguen. Un señor gordito se detuvo de pronto a
hojear mi libro. A Dios las gracias di. ¿Puedo sacarle una foto? Amable pero
circunspecto, “vale”, le dio al tomo unas
vueltas palante y patrás, escrutó su
envés y su haz, al fin me dijo, “lástima,
lo mío es la Historia, soy historiador”. Bueno, por eso mismo, aquí hay
historias, “intrahistorias”, si usted quiere, y bien apasionantes, una de la
Revolución Francesa y todo, le salí al quite. Se sonrió el señor gordito, se
caló las gafas, se azoró un poco, me dio una palmadita, “Suerte, amigo”, me dijo. De allí se alejó. Seamos positivos, algo
es algo, cavilé, un historiador, la Historia, se han detenido un instante ante
mí, quizás se vuelva el gordito, quizás la Historia se dé un día la vuelta para
mí, yo que sé.
Entonces, a mi lado, el viejo payaso, encaramado ya a los zapatones de
rigor, a la roja narizota y a unos pantalones remendados a colores, con un
truquito le dio el alto a un niño. No alcanzaba yo a oírle –¡rabia!- pero
consiguió luego detener a otro. Y a otro. Y a una niña después. ¿Empezamos ya?,
les decía en voz alta, mientras con los
ojos desorbitados en realidad iba “pescando”
a los escasos infantes, y a sus padres, que por allí caían. No me digas
cómo, pues fue en verdad milagroso en medio de tan magra concurrencia, pero en
quince minutos consiguió el cómico -¡envidia!- congregar, sin que se le
fueran, pues dilataba y dilataba el
arranque de la actuación, a una veintena
larga de criaturas. Obtenido el quórum, el artista comenzó.
Desplegaba el payaso allí los
trucos de siempre, los pañuelos que cambian de colores, la cuerda que se pone
fláccida o enhiesta cuando él y el niño voluntario quieren –un poco como en la
Megamovida de al lado, ya ves, todo rimaba en la tarde juliana-, el bastón del
que de súbito brota un clavel reventón. Eran, en fin, trucos viejos y pobres,
más que gastados ya, sí, pero a los que, eterno elixir que nunca falla, la
inocencia fulgurante en los ojos, las risas que estallaban sin aviso y las
puras expresiones de gracia de los más pequeños allí convertían en nuevos y
divertidísimos prodigios para cuantos los celebrábamos. Veía yo también cómo el
payaso a su vez, con la magia de las risas obtenidas, para pasmo de mis ojos,
que daban y no daban a la vez crédito, rejuvenecía de golpe los menos veinte
años en esa tacada. Entonces... CONTINUARÁ MAÑANA
CRISTINA LÓPEZ SCHLICHTING SOBRE MI OBRA: "TE DEJA DESLUMBRADO...
UNA IMAGINACIÓN DESBORDANTE... NO OS LO PODÉIS PERDER".
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