Fue como en los cuentos de hadas,
entonces ella apareció y… pero no adelantes los acontecimientos, ansioso.
Rebobino. Fffffgggggluuuuiú. Va. A las seis de la tarde del sábado uno de este
julio el Retiro madrileño era… la humilde estampa de la desolación. Parecía, y
ello era bien extraño, un parquecito provinciano, como venido abajo todo él,
tal era el escandaloso despojamiento de gentes que presentaba, incluso en su
paseo central a la vera del estanque. Se veían bastantes barcas ancladas, no te
digo más, sin tripulantes que sobre ellas batieran los remos de la imaginación
y de las aguas, por lo que estas mismas parecían, más que vivas esmeraldas
venecianas, charcas de plúmbeos cenagales. Como contagiado todo por algún virus
del abandono, los célebres cielos velazqueños comparecían allí mates, cual
lonetas de toldos ya gastados. Para colmo hacía casi frío ¡en julio!, y a traición un viento áspero de tanto en
tanto encogía el ánimo de los paseantes. Es que una multitudinaria convocatoria
muy cercana, que a ingentes masas orgullosas y eufóricas atraía, había dejado
esa tarde al Retiro medio en cueros.
Bueno, seamos positivos, me dije, pues el casi vaciado del Parque me
permitió “okupar” esta vez uno de los bancos del paseo principal, frente por
frente -estanque mediante- a la columnata con la soberbia estatua de Alfonso
XII el Pacificador. Paz, paz, eso me dije yo, no espada sino libro en mano, en
aquel extraño Retiro. Allá que planté el tenderete. La poca gente que paseaba
por fuerza tenía que ver mis ejemplares. Me pareció que traía la mayoría el
semblante metido en sombras, a juego allí todo con todo. A mi lado, ahora lo
fijé, reunía sus pertenencias sin desplegarlas aún un payaso bien entrado ya en
años. Si reza el tópico que tienen los payasos por lo común un rostro triste,
el de este me pareció tristísimo, como vinieron a confirmar las palabras que
cruzó conmigo. Le había dicho yo, por saludarle, que si el tenderete de mis
libros estorbaba su ejecutoria no tenía más que decírmelo y menda se retiraría
enseguida.
“No, por favor, el Retiro es de
todos”. Gracias, hay poca gente hoy, ¿no? “Mira… yo tengo sesentaidós años, me tengo recorrida Europa de parte a
parte, respeto a todo el mundo, ¿no lo voy a respetar yo?... ahora, lo que no
comprendo, de verdad, es que los padres se lleven a los niños en masa a ver
según qué pintas y qué muecas obscenas ahí abajo”, me dijo señalando a lo
que ya hervía a nuestra izquierda en la Puerta de Alcalá. Respiraba por la
herida, claro, el viejo payaso, pues sentía que le habían robado a su público,
a los niños, en una fecha señalada para su mester. “En fin, haremos lo que se pueda”, me dijo, también él en positivo,
con un conato de sonrisa en la boca. “Por
cierto, majo, no sé si sabes que en el Retiro está prohibido vender, nosotros
pedimos sólo la voluntad, así es que si ves venir a los guripas, ya sabes,
recoge, disimula y a silbar, que estos, según cómo les dé, ya sabes”.
Ostras, es verdad, no lo había yo hasta ahora pensado, así es que le agradecí
mucho el profesional soplo a aquel payaso. Oyes, retirarse él a lo suyo y ver
venir de lejos yo a los guardias fue todo uno, así es que, como africano
ambulante -que ahora por allí no se ven-, me precipité a ocultar mis géneros y
a silbotear el des-pa-si-to, por
mejor pasar así inadvertido. Bueno, sólo me tocó hacer el des-pa-si-to cuatro veces en toda la tarde. Qué voluntad la mía,
jó. ... CONTINUARÁ MAÑANA
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