Me desperté temprano y subí la
persiana. Sólo durante un segundo la claridad me cegó, impidiéndome mirar el
descampado. Reinaba sobre él una augusta quietud dominical, sumergida toda ella
en ese divino silencio que le es propio, al que los juveniles rayos del sol
aquilataban más aún. Oh, cómo habían prosperado sobre pardos, verdes, blancos y
amarillos, los morados. Florecitas, cardos y anacardos, lilas por aquí y por
allá, toda la pesca de lo violeta progresaba de lo lindo e incitaba la
imaginación hacia un campo de lavanda. A lo lejos vi entonces una joven con un
perro. Vaqueros, suéter azul, jersey gris perla anudado ya, por el calorcito, a
la cintura. Un bolso rojo cruzándole el hombro por el pecho hasta la cintura,
el pelo en moño alto y claro. Y el perro, un simple chucho, lanudo y de color
canela. Le lanzaba una y otra vez para todos lados una gastada pelota de tenis.
Allá que acudía raudo y solícito el can, sorteando zarzas y matojos a su vuelo,
allá que entre la boca le devolvía de nuevo la prenda a su dueña, que le
palmeaba a su vez los lomos. Entre carrera y carrera del perro, aprovechaba
ella para ver su móvil, bien podía en la distancia distinguirse. En fin, la
plenitud de la mañana radiante, ese descampado que se soñaba edén, el ágil
aspear en brazos y piernas de la joven del moño, los alegres correteos de su
perro… Parecía una estampa impresionista de las mejores, en la que la mujer
hubiera sustituido la sombrilla por el teléfono móvil, así actualizándola. Zas,
pelota a lo lejos y ojitos al móvil, venga, y otra vez. Y otra vez el chucho
veloz a su mandado, qué felinos saltos, con lealtad y sumisión en verdad
perrunas. Para premiarlo, jugando más con él, le hacía luego pasar al perro
justo entre sus piernas un par de veces. Al cabo parecía el perro un poco
ajigolado, tanta carrera ya, abriendo y abriendo la bocaza, sacudiendo la cola
sin parar, fijos los ojos en su dueña, como clamándole porque le lanzara de
nuevo la bola y a la vez que dejara de hacerlo, que disfrutaba con la misión, que
podía el pobre echar el bofe mientras no dejaba ella de sonreírle. Así debió
comprenderlo la joven, que se acuclilló ante el chucho y tras frotarle y
acariciarle mucho los huesos de la cabeza y agarrarle pero bien las orejotas,
se le puso morro a morro y le abrazó por el cuello. ¡Cómo ondeó entonces el
sultán la cola! Hmmm, sólo pensé al verles desde mi ventana, puedo jurártelo,
que no me hubiera importado lo más mínimo entonces ser ahí mismo en ese mismo
instante aquel perro lanudo de color canela.
Amor, humor,
ilusiones, vulnerabilidad, ternura, tantas historias como esta... las ROSAS, el
BOBO CON ÍNFULAS, no quieren ser dos libros más, son cosa viva, y palpitante, y
quieren quedarse a vivir entre el corazón de sus amigos, ahí confinados, sí. (Y
que no son caros, 18 E los dos juntos, envío incluido, y que te los pongo,
personalmente dedicados y en casa. CONSÚLTAME).
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