The life, es verdad, tiene algo de partida de cartas. Hemos de jugarla con las que nos encontramos al nacer, con las que –prohibidas las trampas- nos podemos conseguir luego, en fin, con las que en un momento dado contamos. Mientras vamos creciendo -sólo que no te das cuenta- todo es robarle cartas a la baraja entera de la Vida, incrementar así nuestras opciones –potencias del Ser-, el abanico enorme de los naipes entre las manos, poder barajar estas entre sí también, a veces cantar y todo. Te llevas la pinta. Cantas las veinte, las cuarenta. Eso es ya añadirle ARTE al juego. Hasta ese otro momento, claro, en que notas que es la Vida –que es también Muerte- la que poco a poco, tic, tac, tic, tac, lenta pero inexorablemente, quien te va ya desplumando. Quizás a cambio juegues esas pocas cartas con mayor intensidad en esos contados instantes. En el transcurso de esa Partida que es la vida aprendes, yo creo, que es mucho más difícil CREAR que DESTRUIR. Mira, si no, lo que cuesta elevar –incluso el más sencillo- un CASTILLO DE NAIPES, acabada imagen esta de la esencial fragilidad en que consiste siempre toda vida humana, toda, también la de quienes creen poseer el mazo entero. DESTRUIR, en cambio, está “chupao”: basta un soplido, ¡fuff!... y la quimera queda en nada. Todo perdido por el suelo. The life, pues, viene a ser una partida que siempre se pierde. Vale. Pero oye, que nos quiten lo jugado. ¿Qué otra cosa podemos decir? (¿Yo con las cartas qué? Te las escribo).
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